Nada le pudo quitar el sueño
El saltador español descansaba con placidez mientras a su alrededor bullían los nervios

Había nervios, por supuesto, ayer por la mañana. Las conversaciones giraban inevitablemente sobre las posibilidades de Yago en la final. En el hotel no se podía disimular la tensión del momento. En su habitación, Yago descansaba ajeno al trajín de gente como Juanjo Azpeitia, su entrenador, o Ramón Cid, responsable del área de saltos de la federación. Se había levantado tarde. Comió poco, según su rutina en los días de los grandes acontecimientos. "¿Estás nerviosilla?", le preguntó a Margi, la mujer de su entrenador. "Claro que sí", contestó ella. "Yo también, pero tengo buenas vibraciones", dijo Yago. Faltaba poco para trasladarse al estadio. En el vestíbulo del hotel comenzaba a reunirse la gente más próxima a Lamela. "¿Tienes las entradas para mis padres?". "Sí, estate tranquilo", le informó Azpeitia.El saltador tenía todos sus sensores en estado de alerta. Los técnicos Azpeitia y Cid discutían sobre ésa y otras cuestiones en la noche previa a la final. Yago había salido a cenar con un grupo de amigos que había llegado de Avilés, su pueblo. Durante unos horas había conseguido desenchufarse de la tensión anterior. Se había clasificado, se sentía bien, podía disfrutar. Pero también era un buen momento para prevenir algunos problemas que le habían afectado el día anterior. Las zapatillas han sido un elemento de conflicto para Yago en los últimos meses. Una firma japonesa diseñó un modelo que en algún momento le ha resultado incómodo. Con las zapatillas de Yago en la mano, Juanjo Azpeitia mantuvo una larga conversación con el jefe de los ingenieros japoneses. En la puntera de la suela se apreciaba el rastro de plastilina azul que delataba el nulo en el segundo salto de Yago el jueves. Uno de los clavos estaba torcido hacia atrás. "Déjalo así. No me molesta para saltar", le dijo Lamela a su entrenador. Pero Azpeitia quería pulir al máximo cualquier problema con las zapatillas. No le gustaban la situación de un clavo en la puntera -"ahí no pinta nada, sólo sirve para provocar nulos"- ni los dientes de sierra plastificados en la punta de la zapatilla. "Hay que limarlos para no dejar huella en la plastilina", le pidió Yago a su entrenador. Y allí estaba el ingeniero, dale que dale con la lima hasta dejar lisa la puntera. En las antípodas de la alta tecnología, pero el remedio casero dejó satisfecho a Lamela. Al final, eso impidió que su ajustadísimo gran salto fuera declarado nulo.
Ayer, en un restaurante, Azpeitia y Cid hacían pronósticos sobre la final. Después de dos copas de pacharán, Cid le dijo a un estupefacto Azpeitia. "Va a ganar y va a saltar 8,71". El entrenador de Lamela no pudo reprimir una carcajada. Horas después, después de una noche de poco descanso, Cid bajaba el pistón. "Creo que va a ganar, pero al 8,71 hay que rebajarle el IVA. Son cosas del pacharán". Lamela hizo honor a su fama de gran dormilón. Bien cumplidas las diez de la mañana, Cid pasó por su habitación. Dormía como un bebé. "Me recuerda a Cacho. En la víspera de la final de 1.500 en Barcelona, los jugadores de hockey llegaron a altas horas de la madrugada. Venían de celebrar la medalla. Uno de ellos encendió un mechero bajo el detector de humos. La alarma comenzó a atronar la residencia de atletas durante cinco minutos. Bajamos a toda pastilla a la calle, en calzoncillos. Estábamos todos menos Fermín. ¿Donde está?, le pregunté a su entrenador. Durmiendo. No le despierta ni un bombardeo". Yago duerme en las mismas proporciones desmesuradas". Y lo hace antes del momento más importante de su vida. Es increíble", señalaba Cid.
Desayunó tarde, apenas comió y se reunió durante breves minutos con el director de Deportes de Asturias, Daniel Gutiérrez. Mientras tanto, Azpeitia había notado los nervios. Intentaba relajarse y no podía. Se fue a la piscina. Se tumbó y respiró profundamente en busca de tranquilidad. Nada. "Me han salvado unos niños que se tiraban al agua diciendo `soy Yago, soy Yago´. Al final me he distraído tanto al verles que se me han pasado los nervios". Con un sombrero de cuero comprado hace años en Argelia, Azpeitia esperó a que Yago bajara al vestíbulo, donde un grupo de policías se ocupaba de trazar el plan para trasladar al saltador al estadio. Afuera esperaba un pequeño grupo de niños. Los responsables de seguridad decidieron sacar a Yago por una puerta lateral del hotel. No le condujeron en un furgón policial como en el día de la ronda de clasificación. Quizá tampoco escuchó las instrucciones que tanta gracia les habían hecho a Reyes Estévez, Fermín Cacho y Andrés Díaz. "Tartesos uno a Tartesos dos". "Adelante, Tartesos uno". "Aquí todo controlado, llevamos a los tres tintos de verano".
Yago llegó al estadio poco después de las cinco. Hacía calor en Sevilla y el sol pegaba duro en la tribuna adyacente al callejón de saltos. Pese a todo, la gente buscaba un sitio a duras penas. Poco importaba el calor. Llegaba un gran momento. El momento de Yago Lamela y su medalla de plata.
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