¿Fractura o legitimidad?

Aun esforzándose por imaginar un asunto político en que el fondo fuera tenebroso y luego cada uno de sus episodios marcara un empeoramiento de las cosas, difícilmente podría alcanzarse el grado de irracionalidad que desde su origen manifiesta el caso GAL. Un terrorismo de Estado que se ejecuta como una vulgar chapuza, policías matones que dejan rastros de sus delitos y luego cantan de un modo u otro según sopla el viento de sus intereses, un ministro y unos altos cargos que ante los crímenes se encierran en el "no sabe, no contesta", una actuación judicial sembrada de filtraciones a todos los niveles, el descubrimiento de los principales datos a partir de una trama conspirativa, un comportamiento de los principales partidos donde en todo momento ha prevalecido el interés político más inmediato sobre el sentido del Estado y el objetivo de lograr el imperio de la justicia. Son ingredientes de una olla podrida que con razón ha alarmado a la opinión pública y deteriorado la imagen de nuestra democracia.Sin embargo, algo peor pudo haber pasado: que los crímenes, los secuestros y las malversaciones de los implicados hubiesen quedado impunes. No es cierto que ese episodio de terrorismo de Estado tenga un interés sólo arqueológico una década después de haber ocurrido los hechos. La resolución definitiva del caso GAL, con todas sus imprecisiones y todos sus costes políticos, puede significar un punto de inflexión decisivo en la evolución del Estado español, desde un pasado en que por mucho tiempo prevaleció la violación sistemática de los derechos humanos, con unas fuerzas de orden siempre impunes cuando cometían excesos, a una situación democrática en que a toda costa impera el derecho. Y, además, la condena de los culpables resulta imprescindible para mantener la legitimidad del orden constitucional en el País Vasco. No porque desde los círculos pro-ETA vaya a cambiarse el discurso sobre la identidad entre la democracia española y el franquismo, sino porque la gran mayoría de la sociedad vasca podrá comprobar fehacientemente que esa afirmación es una falacia. Y que de paso, en contra de lo que afirma Ardanza, la Constitución no está ni anquilosada ni es obsoleta: su legalidad se afirma por encima de todas las resistencias, incluso de aquéllos que detentan el poder.
La cuestión de fondo es también clara: no hay un terrorismo malo (el de ETA) y uno bueno (el de quienes la combatieron y combaten). La grandeza y la servidumbre del Estado de derecho residen en esa simetría, y lo lamentable es que haya fuerzas políticas democráticas que no entiendan las cosas así, incluso en detrimento propio. El caso del atentado contra el barco de Greenpeace en Nueva Zelanda, por orden del Ministerio del Interior de Francia, reinando Mitterrand, o la reciente inculpación del ex ministro socialista Roland Dumas, con tantos méritos en su currículum, debían haber servido de ejemplo. En el primer episodio citado, los culpables, ministro Hernu incluido, fueron condenados y nada le ocurrió ni al Gobierno ni al socialismo francés por que cayera sobre ellos el peso de la ley, e incluso se difundiera una sombra de sospecha sobre Mitterrand. Siguiendo ese ejemplo, el papel de los correligionarios debería consistir en una lógica expresión de solidaridad personal.
Cuando los crímenes son reales, como ocurre con los GAL, resulta muy peligroso elegir una senda de oposición al ejercicio de la justicia, por lamentables que sean sus consecuencias. Ahora ya no cabe hablar de presunción de inocencia, pues la sentencia de culpabilidad es un hecho, y los votos particulares no pueden sustituir la validez de aquélla. Por doloroso que sea, la política de un partido no ha de sacrificarse a unos hombres y no es en las declaraciones, sino en las acciones legales, donde corresponde cualquier ejercicio de solidaridad. Otra cosa supondría abrir una grieta, difícilmente reparable, en el edificio de la democracia. Toca en este momento a todos entender que la mejor forma de política consiste en respetar el Derecho.
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