Maastricht 2
LA CUMBRE europea de Turín ha lanzado la Conferencia Intergubernamental (CIG) para reformar el Tratado de Maastricht. Los objetivos son ámbiciosos. Se trata de adecuar las instituciones y mecanismos de la Unión Europea (UE) para una ampliación insólita, pues doblará el número de los actuales Quince al filo del siglo XXI. Y de responder además a las demandas ciudadanas acrecentadas desde que se firmó el tratado: prioridad al empleo, urgencia de una verdadera política exterior común, generalización de la libertad de circulación en condiciones de seguridad.Aunque los objetivos son ambiciosos, la CIG ha comenzado sin alharacas ni exceso de retórica. La obtención de acuerdos suficientes y atractivos para los ciudadanos requiere un enorme esfuerzo para aproximar las posiciones y recetas distintas y aun opuestas que frente a esos temas propugnan los socios. Pero al menos se ha fijado un temario bastante coherente.
A diferencia de lo sucedido con otras grandes reformas, como la del Acta única que abrió paso a la Europa sin fronteras -a cuyo inicio se opusieron dos países-, el lanzamiento de la CIG ha recibido ahora el apoyo unánime. En si mismo, este dato de ninguna manera prejuzga el resultado de la conferencia. Pero conviene recordar que la génesis de otros grandes pasos de la construcción comunitaria concitó mucho más escepticismo -quizá también más entusiasmos-, encono e incluso desgarros. Así sucedió en las etapas previas a la firma del tratado fundacional de Roma en 1957 a la fijación de la política agrícola común (PAC) en 1962, a la propia Acta única de 1986 y todavía más al Tralado de Maastricht , que ahora se pretende reformar.
La gran cuestión, sin embargo, estriba en si el liderazgo europeo, de países y personalidades, estará a la altura de las circunstancias y no transformará las ambiciones iniciales en batallas menores propias de alicortas visiones nacionales enfrentadas. A la UE actual le faltan motores, como insinuó Felipe González en Turín. En términos de voluntad de integración europeísta, ni la Francia de Chirac es la de Mitterrand, ni la Italia de hoy tiene el dinamismo de fa de hace diez años, ni el presidente de la Comisión, Jacques Sañter, es Jacques Delors, y difícilmente José María Aznar conseguirá emular el papel de González en el contexto europeo.
Además de la reforma de Maastricht, otro asunto ha acaparado la atención en la capital piamontesa, la solidaridad de todos con Londres ante la crisis de las vacas locas. Incómodo o no, el Reino Unido es un socio de primera magnitud, y los ciudadanos británicós son nuestros conciudadanos. Su salud es también la nuestra. Y la quiebra de su mercado de bovino tiene, asimismo, efectos graves en el entero mercado continental.
Pero el apoyo a Londres no debe confundirse con la ingenuidad. El Gobierno de Major es el responsable político de esta crisis, que afecta a la salud pública y debe, por tanto, hacer frente a ella. Debe también reconsiderar los efectos de la desregulación en la cadena de producción alimentaria que la posibilitado el surgimiento de la infección. Le toca ser un poco más prudente en sus planteamientos sobre la política agrícola común y también más consciente de que el llamado cheque británico, conseguido por su antecesora como compensación a que el Reino Unido se beneficiaba menos de la PAC, quedará reducido en la misma medida en que reciba de Bruselas ayuda financiera. Si es que tiene algún sentido que ese retorno siga existiendo.
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