La ficción

En el museo arqueológico de Atenas sobre una banqueta, al pie de la escultura de Poseidón, tal vez un visitante español ha olvidado el periódico. En medio de esta inaccesible belleza leo los titulares. Comparo la convulsa basura que traen con la armonía que me rodea y no me escandalizo. Este almacén está lleno de torsos de dioses, de filósofos y legisladores esculpidos por Fideas o Praxiteles. Son de mármol muy puro, pero en su tiempo algunos de ellos no fueron sino gentuza. Si vivieran hoy algún juez estrella también los mandaría a Alcalá-Meco. Y otros estarían en busca y captura. A la sombra de este Poseidón medito un momento. Cualquier Estado se funda sobre un asesinato. Y también sobre la ficción de que ese asesinato no ha existido nunca. Este principio político sirve para Babilonia, Menphis, Atenas, la antigua Roma y el País Vasco. Si algún día Euskadi alcanzara la forma de Estado todos los vascos estarían obligados a fingir que los crímenes de ETA no se han producido. Otro Fideas vendría a esculpir en mármol al colectivo Artapalo. El terrible maleficio se produce cuando esa ficción se quiebra. Desde ese momento el Estado se convierte en una asociación de malhechores y la lógica macabra entra en acción: ya no es posible detenerse hasta que todo el Estado se desmorona. Entonces comienza el gran auto de fe. Pero en esa hoguera el protagonista es el fuego, no el hereje. Este va cambiando de pelaje mientras no se agote la leña. Primero arde el Gobierno, después la oposición, luego las instituciones. Finalmente se ven brillar dentro de las llamas algunos fajines, medallas, togas, polainas, mitras y coronas. Cuando el vientre del Estado se abre hay que operar hasta el fondo y no es, posible cerrarlo dejando el bisturí dentro. Cuando la hoguera se apaga hay que comenzar a fingir de nuevo. En este museo arqueológico de Atenas todos los dioses y héroes de la antigüedad tienen la nariz rota y los genitales des, trozados. No obstante, simbolizan el esplendor y la belleza. Otra ficción.
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