Gorilas

He visto al Papa rodeado de guardaespaldas atravesando una masa de fieles. Desde el interior de su pecera a prueba de balas, él hacía ademanes de amor y bendecía a los suyos. Diez gorilas con gafas negras, traje oscuro, bigote compacto, pelo planchado y revólver en el hígado iban desplegados en cuña tratando de descubrir con ojos de alcotán algún posible asesino entre la multitud. Estos guardaespaldas papales tenían un diseño Chicago 32, sólo les faltaba el sombrero borsálino, y me pregunto si serian curas o diáconos especializados en la acción directa o simples zuavos pontificios vestidos de Cortefiel. ¿Qué agencia de seguridad surtirá a la Iglesia en su creciente demanda de gorilas? Cuando aún había fe bastaba con el ángel de la guarda, pero ahora el Papa ya no se fía. Necesita una burbuja antibala, una casulla acorazada y una tiara de plomo para hablar de amor. Es la última metáfora. Mientras los querubines no aprendan a usar la metralleta, el Vaticano, como cualquier otra empresa, necesitará abastecerse de ángeles de gimnasio que puedan dejar seco de un tiro a cualquier sospechoso en mitad de un padre nuestro. En la imagen del Papa en Loreto sólo faltaba que esos gorilas fueran con la solapa levantada, de pie en él estribo de un Chevrolet modelo entreguerras. Así se paseaba Al Capone. Todo lo que ha sucedido en el siglo XX desde entonces es que la misma protección necesitan hoy los gánsteres y los santos, los profetas y los banqueros. Sólo que el Papa debería quedar más la estética de su blindaje. Cuando uno iba a la Capilla Sixtina en busca de Miguel Ángel veía en algún ángulo de las logias a un zuavo hierático con su lanza. Tal vez ese guardia suizo también era de mármol. Ahora ya no hay lugar para esta clase de adornos. La decoración del Papa consiste en un estofado de obispos y cardenales hasta llegar a una íntima guarnición de gorilas estilo Chicago que rodea su persona. Después aún le protege el corazón un cristal contra bazucas. Sólo desde ahí es posible hablar de amor.
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