Casa de Campo
Juan Barranco, candidato a la alcaldía de Madrid, se ha manifestado partidario de suprimir el tráfico de vehículos en la Casa de Campo. Es la inquietud ecológica que nos asiste, una prueba fehaciente de civismo, bonhomía y modernidad. La proposición del candidato, que apoyarán numerosos partidarios, es sin duda una idea muy a tener en cuenta.Y mientras los vehículos circulan (o dejan de circular) por ese recinto campestre y floral, transitan allá -o quizá sería más cierto decir que deambulan, o van pegando tumbos- prostitutas, chaperos y sus clientelas respectivas; navajeros, amigos de lo ajeno en versiones diversas, vendedores de droga, heroinómanos, o pueden ser individuos que reúnen en su sola persona cuantas prendas quedan dichas sin dejar ni una, convirtiendo entre todos el floral y campestre recinto en astroso burdel, quién sabe si también en el escenario del crimen.
La fauna urbana, sin embargo, no necesita acudir a los verdes vericuetos de la Casa de Campo para explayarse a gusto. En los distintos barrios de Madrid y hasta en el mismísimo centro tiene su acomodo. La Gran Vía -sin ir más lejos- ofrece a cualquier hora un muestrario de la delincuencia y la ruina que se desarrolla sin complejos ni cortapisas en sus calles adyacentes.
A media mañana ya comparecen en esas calles los camellos para ofrecer a los transeúntes su mercancía, y las prostitutas la suya, unas a pecho descubierto, otras mostrando el padre-pacheco; en cualquier portal se acurruca desmadejado y ajeno uno que se acaba de pinchar; vacila entre dos coches aparcados una mujer mugrienta, esquelética y cadavérica. A veces parece que está muerta y si no se cae es porque la apuntalan los dos coches aparcados. Algunos menos observadores creen que lleva allí años, pero no es así: sustituye a otra que se murió de verdad. Estaba, lapobre, cosida a pinchazos y no encontrando ya dónde meter la aguja, al final se los pegaba en la frente.
Un día se levantó un poco de aire, la tiró a la acera y cuando la fueron a levantar lo único que cogieron era la ropa; lo demás estaba podrido. Eso dicen.
Hay una opinión -muy respetable- según la cual meterse droga en el cuerpo es una de las múltiples posibilidades que tiene el ser humano de ejercer su libertad individual, y no pasa nada, si bien se mira. De donde cabe deducir que la ciudadanía madrileña es bastante libérrima. Cuarenta mil heroinómanos ha contabilizado la Consejería de Integración Social, hecho el recuento en los distintos barrios, y resulta que el porcentaje mayor lo da Vallecas.
La consejera, Elena Vázquez, hace por ellos lo que puede. Les envía el metabús para aliviarlos con la metadona, los acoge en los centros de tratamiento, aconseja cómo deben proceder para que no contra¡gan enfermedades ni las contagien. Incluso les regala jeringuillas para evitar el sida, a razón de cinco nuevas por cada una que entreguen usada.
No todos los heroinómanos hacen caso de estas importantes ofertas y muchos las desconocen. Se dan también casos de irresponsabilidad manifiesta. Prostitutas portadoras del virus del sida, o enfermas de hepatitis, ni se lo advierten al cliente ni le exigen que utilice preservativo.
La acción positiva por antonomasia sería, naturalmente, conseguir que disminuyera el número de drogadictos -acabar con ellos es la utopía-, pero resulta muy difícil. Las amistades, los amigos, el ambiente y el ejercicio de la libertad mandan mucho. Además las alegaciones contra las toxicomanías suenan a sermón y a trasnochada moralina. En cambio, las inquietudes ecológicas gozan del general consenso, como corresponde a la modernidad cabalmente entendida. Hacer la carrera entre los pinos de la Casa de Campo, yogar bajo una encina, ponerle a uno mirando a Getafe sumergido en el matorral, chutarse la heroína y dejar tirada la jeringuilla en la hierba, blandir navaja para llevarse la cartera de un romántico paseante, constituirían saludables ejercicios si dejaran de pasar por allí esos coches antiecológicos que molestan y contaminan con sus desagradables ruidos y sus apestosas humaredas.
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