Valor
Pocas veces una campaña -mejor dicho, dos- electoral me ha puesto los pelos tan de punta como la que se avecina, y no sólo por esa cualidad como de estado de excepción que tienen los fiebrones electorales, que desde los excitantes prolegómenos hasta la depresión posurna, pasando por el parto mismo, parece que nada de lo que ocurre importa, o que sólo importa en relación con el evento. Esta vez lo que aterra es el carácter bronco con que los contendientes se lanzan al asunto, no sólo con acusaciones mutuas propias de tebeos de aventuras -de los de antes: tipo "Muere, sarraceno" o "Dios está con nosotros"- sino con la idea de que nos encontramos ante una decisión terminal de la que depende nuestro futuro. Acojonan, ¿no? Hasta los descamisados profesionales de la secta de Marinaleda andan reventando mítines democráticos, haciéndole un flaco favor a Izquierda Unida y recordándole el error de haber incluido en sus listas por Andalucía al alcalde Sánchez Gordillo. Claro que este país, forjado en las penalidades, curtido en la escasez, pulido en los tiempos oscuros de la historia, les sobrevivirá. Somos un pueblo estoico. Aquí, sin ir más lejos, ha muerto gente en un concierto de Los Pecos, y hasta, una persona sufrió un accidente por enamorarse de Mari Trini. Yo misma -y Jesús Quintero, que corrió la misma suerte a mi lado, no me dejará mentir- estuve a punto de fenecer en la boda de la Pantoja. Quiero decir que estamos hechos a todo.
Superaremos lo del huevillo de Roldán -ahora que tiene dinero, debería hacérselo mirar-, incluso. la revuelta fiereza del señor Serra, que cada día tiene más aspecto de vicepresidente de Irán, y hasta la revuelta insulsez de Fujimari. Al fin y al cabo, el mundo es nuestro: vamos a fabricar un Talgo aún más rápido que el AVE, y eso, al menos, nos llevará muy lejos.
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