Lo innegociable
Hace dos años, en unas jornadas de debate sobre la mala salud de nuestro cine y sus remedios, un sutil sheriff de las distribuidoras de Hollywood desenfundó el arma y disparó un proyectil cargado con lógica salvaje. Este fue, en caricatura, su diagnóstico: la única manera de acabar con la agonía de cine español es dejarle que se muera.Si se piensa que el cine es un negocio y nada más que un negocio, no hay nada que objetar, ni siquiera a quienes traducen a Keynes con metralleta en vez de estilográfica: son gente elocuente. La supervivencia de un negocio es una pe lícula en blanco y negro absolutos, sin grises intermedios, y por ello se atiene a la dura letra del articulado del código de la rentabilidad inmediata: si esta no llega, se cierra la tienda. Pero ocurre que el cine tiene otro lado no menos -sino más, aunque de otra manera- rentable. Una cosa es el negocio del cine y otra -inicialmente coincidente, pero finalmente distinta- el arte del cine, pues hay en la trastienda del último un rasgo imposible de discernir con los anteojos de leer libros de cuentas y entra en la zona innegociable de la rentabilidad histórica, menos tangible, pero no menos existente que aquella.
Por ejemplo: hace unas semanas, y en sólo un par de minutos, Fernando Trueba hizo por la existencia en el mundo de una imagen y una identidad discernible de España más que nuestros ministros de exteriores en casi 20 años de democracia. ¿Es negociable el esfuerzo de creación que hay detrás de esos dos fugaces minutos? ¿Tiene precio la existencia de decenas de películas en las que el planeta reconoce que su parcelita llamada España es más que una manera de nombrar un vacío en la cartografía del olvido? ¿A cambio de qué o de cuanto se puede dejar a merced del mercado un rasgo de nuestra soberanía profunda, ese que nos hace a cada uno ser grano de una imagen, de una forma irrenunciable de ver y expresar la vida?
Cuentan que hay quienes ahora mismo están intentando negociar lo innegociable del cine español: su existencia. Parece por ello que la medicina de aquel sheriff puede ser más que una baladronana y que, como derivación del conflicto creado entre productores y comercializadores de películas por esa ley del cine que todavía está en criba parlamentaria, puede convertirse en realidad: matar al cine español como forma de acabar con su mala salud. El runruneo prosigue -pero habrá que esperar y ver si se trata de un bulo o de una presión cierta y crispada en amenaza que los distribuidores y los exhibidores gremios donde aquel sheriff impone la ley de su embudo- que han rechazado la nueva normativa, podrían -acogiéndose a que legalmente ya no hay cine español, pues está jurídicamente fundido en el comunitario- negarse abierta o solapadamente a distribuir y exhibir películas hechas aquí y cubrir las cuotas de comercialización de cine europeo que la ley les exige, y que ellos no aceptan, únicamente con películas de más allá de los Pirineos, lo que dejaría al cine de aquí abajo a merced de una dinámica de extinción.
De ser esto cierto, se estaría en efecto negociando con lo innegociable. Y tamaño absurdo sería divertido si no fuese trágico, porque si la parte de nuestra identidad que sostiene el cine desaparece bajo los residuos de una escaramuza en la refriega cotidiana por el dominio de un mercado, estaríamos ante un genocidio (y en parte un suicidio) cultural perfectamente legal, lo que debiera dar que pensar a uno y otro lado de esta lastimosa barricada de celuloide.
En un lado, el de distribuidores y exhibidores, pensar en qué pozo o qué vertedero se convertiría su negocio si se autoadjudicasen la abominable tarea de verdugos de una víctima que no solo es inocente sino insustituible; y en el de los productores y organizadores de la le' que aquellos rey chazan, pensar qué ceguera les ha llevado a legislar conductas sin contar con quienes tienen que conducirlas: que no son sólo las grandes multinacionales de distribución, sino también, y sobre todo, los pequeños distribuidores españoles que llevan años defendiendo cordialmente nuestro cine, y con quienes era obvio que debieran haber debatido y, con perdón por el palabro, consensuado esa ley avispero.
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