Alimentos

Mientras enhebraba en oro los versos de La Eneida en su villa de Nápoles, muchas veces Virgilio se quedaba sin inspiración, y en ese momento dejaba a un lado los útiles de escribir y se iba a la cocina a preparar aquella ensalada de higos y nueces con berros que tanto le gustaba. Considerar esa ensalada como la prolongación del verso más hermoso, allí donde éste fue interrumpido, es una señal muy refinada de la inteligencia. Hay una inspiración para crear y otra para vivir. Parece frívolo hablar de los arroces, anchoas y erizos que sin ser Virgilio cualquiera puede tomar junto al Mediterráneo en estos tiempos de desolación, pero tales sustancias no forman parte de una huida, sino de la teoría del conocimiento. Profundas eran las manos del poeta cuando pelaba dos dientes de ajo y los echaba a la sartén sobre el aceite virgen hirviendo. El verso se le había quebrado en un punto en que decía: "Arde la enamorada Dido y por sus huesos ha aspirado el furor". Virgilio no podía seguir. De pronto, el aroma del sofrito inundaba su imaginación y a instancias de un guiso muy sencillo que se estaba dorando a fuego lento el poeta tomaba pie de nuevo y comenzaba a cantar el himeneo de la reina de Cartago con un amante de Frigia. Dos versos insignes habían sido ensambla dos por los jugos gástricos de Virgilio. Sin duda, este resorte secreto ha tenido que funcionar en muchas obras maestras, ya que el tejido de la vida, hecho de cazos, pétalos, sentimientos, legumbres e ideas es inseparable del pensamiento que nos subyuga y de la creación que nos enamora. Mi teoría es ésta: si no eres capaz de escribir La Eneida, puedes al menos preparar unas habas tiernas con virutas de tomillo junto al Mediterráneo, sabiendo que su perfume incluirá todos los versos de oro que se han urdido en esta orilla: existe una experiencia mística o poética por medio de los alimentos. Tal vez con ellos no alcances el paraíso, pero es un modo placentero de llegar al fondo del conocimiento: saborear un erizo de mar sin distinguirlo de Virgilio.
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