De brocha gorda
Pedro Masó ha sido productor antes que director. Este detalle resulta más que relevante en el cine español. Acostumbrado a escatimar en los poco generosos presupuestos de nuestra industria, un productor hispano que cruza la frontera para ponerse detrás de la cámara puede caer en la tentación de dejarse llevar más por el ahorro que por la creación. Da la impresión que así ha sido.
Brigada central II, presentada como una gran producción internacional, ha ahondado en todos los defectos de la serie original sin aportar ninguna de sus virtudes. El único alivio ha sido para el aparato auditivo del espectador, maltrecho por el abuso de decibelios en los diálogos de la primera entrega. El presupuesto se ha duplicado, alcanzado los 1.500 millones de pesetas (una media de 140 millones por capítulo, el mismo de muchos largometrajes españoles) y en la clasificación ha rondado el puesto 260, con una audiencia media de cuatro millones de espectadores. Pedro Masó ha querido crear un producto competitivo con series del tipo Corrupción en Miami y ha demostrado que los tiroteos en el cine español suenan más a mascletá que a balasera.
Las ambiciones de Brigada central II, la guerra blanca, han supuesto, precisamente, su perdición. La serie, de supuesta acción y ritmo trepidantes (con el recurso a un montaje de picadillo plagado de saltos de eje y golpes de zoom), presentaba una intricada red de narcotraficantes con sede en Medellín. La cabeza visible de la operación era Hipólito Valdés, que, en un imposible cruce entre don Vito Corleone y cualquier galán de La loba herida, parecía recoger la cosecha de coca hoja a hoja. Los hijos, Tachito y Marina, siguieron sus pasos para luego traicionarle y eliminarlo en el último capítulo, que vimos el pasado lunes. De Colombia a París, pasando por Madrid o Bruselas, una raquítica Brigada Europea de Estupefacientes ponía coto a las actividades del villano narco.
A lo largo de 12 episodios mal hilvanados, las numerosas secuencias carentes del mínimo interés dramático, anulaban cualquier tempo cinematográfico, y los personajes han demostrado ser unas simples caricaturas de género sin identidad alguna. Las airadas protestas del embajador colombiano no tenían razón de ser: la brocha gorda, por lo evidente de su trazo, nunca hace daño. Imanol Arias, el comisario Flores, no parecía sentirse a gusto y capeaba cada epsiodio como podía. Margarita de Francisco superaba el trance con fulminantes miradas de villana de folletín. José Manuel Cervino, en sus breves intervenciones, ha vuelto a cosechar las mejores críticas... Pero lo cierto es que el reparto ha naufragado en el ímprobo esfuerzo de dar verosimilitud a lo imposible.
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