Aires de fin de siglo en las pasarelas
Los creadores del 'prêt-à-porter' inician una vanguardia ofensiva y anticomercial
"¡Esto es el non finito de Miguel Ángel!", exclamaba una espectadora ante los andamios y las paredes desconchadas que ejercían de escenografía en el desfile de Comme des Garçons. La semana de la moda que protagonizan los creadores del Prêt-à-porter en el Cour Carré du Louvre -y que concluirán el próximo miércoles con Saint Laurent- es una moda de extremos. O la falsa apariencia de pobreza, con telas superpuestas y pañuelos atados como remiendos, o la dureza sintética de los cuerpos embutidos en látex y vinilo. Las nuevas vanguardias fascinadas por la destrucción entran en juego.
La pasarela francesa anuncia un fin de siglo fascinado por la decadencia y la destrucción, en medio de un París caótico, atestado de manifestaciones simultáneas y con la conciencia abarrotada por la cifra de los casi tres millones de desempleados que las propias damas lujosas que asisten a los desfiles denominan le maresme, el cataclismo. No hay nada casual en la proliferación de los mensajes de la femme-clochard ataviada con camisas deshilachadas y faldas cortadas bruscamente por un golpe de tijeras (Comme des Garçons), ni en la ironía sobre la América puritana (Thierry Mügler), ni en la reivindicación de la libertad bajo una mirada inspirada en los años cuarenta (Yorjhi Yamarnoto).Conmoción, diversidad de inspiraciones -muchas de ellas como la de Gaultier, barrocas y, forzadas- y una escéptica nostalgia hacia la posguerra de los cuarenta encienden los códigos creativos más iconoclastas.
Tampoco hay nada de circunstancial en que la multimillonaria Yvana Trump haya desfilado en el corrosivo espectáculo de Mügler. Ni en que travestidos y artistas pornográficos se hayan convertido en los auténticos tops tanto para Mügler como para Gaultier, al lado de las piernas millonarias de Naomí Campbell, Christine Turlington y Yasmeen Ghauri.
El triunfo del desfile espectáculo, la moda en escena del show-biz ha podido con el refinamiento exclusivo del auténtico ritual de moda.
Entre los 1.766 periodistas especializados en moda y procedentes de 42 países existe un gran acuerdo sobre el renacimiento de las vanguardias. Aunque se practique ya sobre bases existentes -el homenaje a Madame Vionnet de Yamamoto o la evocación a Basquiat y Harring de Castelbajac-, la pequeña contramoda ha empezado a atacar los clichés estéticos convencionales, el buen gusto establecido, los tics de la clase media y la subyugación al canon comercial.
Desde los macramés de Yamamoto; el manillar de la Harley Davidson reproducido en metal como corsé, de Mügler; los vestidos de papel cortado, de Rel Kawakubo, o los cueros desteñidos de Helmut Lang, no hay riesgo asegurado para el verano de 1992. Incluso los diseñadores con más espíritu de ventas, como Junko Shimada o Marithé François Girbaud, distancian el espectáculo de pasarela de la realidad solvente. La dermatología moderna se cubre de nailones metalizados, gomas de submarinista, caucho y plexiglás o cremalleras en lugar de botones. Hay quien reivindica la libertad de la mujer: "Dejemos la ventana abierta", decía Yamamoto al terminar su desfile y refiriéndose a sus líneas holgadas de muselinas blancas.
La masculinización del traje -al estilo Saint Laurent, de quien se declara ferviente admirador-, cabanes de piel de tigre, spencers con larga cola y sobre pantalón de sastre, vestidos tipo Mary Poppins con rayas, topos y gasas superpuestas y vestidos bodi, (largos por detrás y cortos por delante como un bañador) llenaron la pasarela de Gaultier, concebida como el paseo de una extraña fauna entre la que se contaba con Rossi de Palma, la musa más aplaudida.
La parodia del western y de la América de arquetipos valió a Mügler para servir un inmenso teatro de la moda. El rechazo al puritanismo, sustituido por el sexo duro con modelos de Play Boy, rubias exuberantes, frufrús y lamés dorados, agradó a un público seducido por la transgresión de normas.
Canciones pregrabadas, parodias de Joan Crawford al teléfono, la intervención explosiva de Yvana Trump y Bibi Andersen y la osadía de recrear los fetiches de Sacher Masoch -desde la bota alta al corsé de cuero o el corpiño con pistoleras- no eclipsaron las dosis de creatividad de Mügler.
Mientras sus modelos se colgaban por bolso todos los símbolos del orgullo americano, de la caja de Marlboro hasta la carabela de Colón, el japonés Junko Shimada representó a todos los arquetipos de mujer americana; desde la camarera de hamburguesas hasta Scarlata O'Hara en blusa de guipur inglés.
Ante ese paisaje decadente, de obra a medio terminar, la moda parisiense para el verano de 1992 se abre paso con guiños sintéticos y un discurso apocalíptico que pone en duda cualquier valor seguro. Incluso el esmoquin.
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