El viaje

Las cabras egipcias han devorado gran cantidad de papiros, que contenían profundas enseñanzas, largos viajes. Algunas tragedias de Esquilo también se han perdido, y en ignoradas vasijas se pudrieron muchos versos de Píndaro, varios fragmentos de Horacio. Son innumerables los textos de autores clásicos que se han extraviado, y a ese destino se unen las palabras de los sabios pronunciadas bajo los pórticos que el viento disolvió. Existen en oscuras cavernas del desierto ciertos pergaminos esperando todavía a un beduino deslumbrado, y en ellos tal vez están grabadas las reglas de una mística hoy desconocida; tampoco han sido exploradas las mazmorras de aquella biblioteca donde en legajos nunca leídos se guardan historias de amor conjugadas con fórmulas de veneno. La sabiduría está depositada en ese residuo de papeles que el azar nos ha deparado. A través de ellos has conocido el nombre de algunos dioses y un número determinado de pasiones, navegaciones, crímenes, cánticos y la métrica de los puñales. Pero escrituras no reveladas, voces secretas y documentos inexplorados arden al otro lado de la memoria. El viento trae todavía por el seno de los barrancos, junto con el sonido de las chicharras, los gritos de los profetas que se perdieron. Ha habido otras coronaciones en Creta, otras biografías de Suetoño, otros tercetos de Dante Alighieri, confundidos con el polvo, otros asesinos anónimos que alcanzaron las estrellas. Tú mismo has sido un intendente del faraón que estabas fermentando en una tumba de alabastro en Menfis, aunque lo hayas olvidado. En aquel tiempo las cabras egipcias ya se alimentaban de papiros. En uno de ellos alguien había trazado tu ruta para atravesar la región de los muertos, y cuando la cabra lo devoró, te hallabas en mitad del viaje por las tinieblas y, de repente, quedaste extraviado. Después de varios milenios ahora acabas de aparecer en esta terraza del bar donde nos habíamos citado para tomar un refresco y charlar de cosas intrascendentes.
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