El impudor
Están en todas partes. Llegamos a un banco con la ilusión del dinero fresquito, y el pistolón del vigilante no nos saca ojo de encima. Vamos a un superconcierto, y en las cercanías nos deslumbra un refulgir de metralletas. Nos sentimos felices imaginando sabores en las estanterías de un supermercado hasta que el arma de¡ guardia jurado nos quita el apetito. Este país está en paz, pero hay demasiadas guerrás dormidas en las cananas de tantos nuevos sheriffs. Mirar la vida a través de¡ cañón de un arma no es lo mismo que mirar por un calidoscopio ni empezar una película de James Bond. Hay demasiadas pistolas protectoras. Nos rozan la retina y sentimos en el cogote el aire glacial de la guadaña. Porque esos cafflones enfundados buscan exclusivamente al hombre. En la selva urbana nunca nos defenderáp de las garras (le ningún tigre ni evitarán a tiros que un autobús nos atropelle. Están ahí para demostrar quién manda. Afirman estar de nuestra parte, pero al disparar nunca dicen de parte de quién.Lo peor de ese espectáculo de muerte condensada es la naturalidad con que las pistolas se mueven por la vida civil. Forman parte del paisaje urbano, como una mancha letal en esa acuarela de niños con globito y pinchos de tortilla que se diluye: en las ciudades. Hay un impudor sorprendente en esas máquinas concebidas únicamente para matar. Y una tolerancia borreguil ante su ostentación en lugares públicos. En los nuevos hábitos sociales, tan poco indulgentes con una camisa sin corbata o con el eructo accidental del tragaldabas, debería imponerse un rechazo more] al espectáculo de las armas uniformadas. Una pistola es la destilación de la cara más negra de la especie y el vestigio de nuestra tradición cainita. Tal vez son necesarias, pero no quiero verlas. Que aparten los cañones de la mirada de los niños y que nos dejen con la cuota de miedo que nos toca y no con tantísimos miedos añadidos. 0 que nos instalen guardias neoclásicos: de mármol y desnudos y una hoja de parra sobre la metralleta.
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