Por si
acaso quedaba alguna pizca de inconformismo en la casta intelectual occidental, perfectamente apoltronada en sus democracias; por si acaso quedaba algún rebelde airado que todavía levantara la voz contra este caramelo de barbarie y mediocridad que son las tecnocracias llamadas civilizadas, el desgraciado asunto de Rushdie ha venido a huevo para sofocar cualquier protesta. ¡Estamos en el mejor de los mundos! Uno puede, y hasta debe, decir públicamente lo que le venga en gana (aunque sea una solemne soplapollez) sin que le amenacen de muerte. Ésta es la verdadera libertad (de expresión) y no esa horrible del furibundo imam Jomeini y el pobre escritorzuelo perseguido (reproducción tópica de aquellos viejos cuentos infantiles del ogro tras el indefenso niño o de los relatos bíblicos del justiciero Jehová rematando a los infieles). El caso parece ser paradigmático y se extrapola con facilidad al terror ante la amenaza del oscuro islam (religión tan fieramente monoteísta como la nuestra de antaño, la verdadera) contra la clara y razonable religión occidental de la ciencia y el progreso. No nos extraña, pues, que esta pintoresca y sangrienta estupidez del caso Rusdhie haga rasgarse las vestiduras de todo listillo de por acá que se precie al ver amenazados sus privilegios de charlatanes del ligero saber. (No entramos aquí a analizar los beneficios que esta broma macabra reporta a los de allá, al margen del evidente servicio que toda guerra santa reporta de aglutinación de sus súbditos -a la idea- por el odio teológico contra el blasfemo.) Pero, vamos, no hay que pasarse ni inflar el perro de esta manera, y, sobre todo, no hay que desviar la verdadera maldad de la cosa. Ya está bien de la paranoia Jomeini / Rushdie. Lo indignante no es tanto lo miserable del caso cuanto su exagerado aprovechamiento por el marketing de los mass-media (¡ellos sí que saben, automáticamente, qué es lo que conviene al mundo para su docilidad!). Es sospechosa esta alarma tan estridente ante este acto de oseurantismo manifiesto contra un ciudadano (¿del Primer Mundo?) con nombre propio, o sea, con almita individual, cuando las matanzas de Estados poderosos contra pueblos indefensos y gentes sin nombre (¿del Mundo Tercero?) son aceptadas con una especie de sensibilidad anestesiada. Este contraste tan llamativo es un oscurantismo incorporado más mecánico y letal que las ridículas manías de un anciano dictador. El mal mayor es, pues, que este enojoso asunto nos venga a servir de hito ejemplar y comparación tranquilizadora para que aceptemos con conformidad (¡y hasta con orgullo civilizado!) nuestras condenas sin nombre y nuestras modernas barbaries ¿le cada día.-
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