Tam-tam 'bits'
Doudou N'Diaye Rose y su grupo de percusionistasVitoria, polideportivo de Mendizorroza, 5 de junio.
A tenor de lo visto y oído, sugerente y significativo cartel el de este I Festival de Música Africana recién clausurado en Vitoria. Inauguró certamen Mory Kante, un griot que camina a pasos agigantados hacia la occidentalización de sus patrones de origen, lo que de momento le vale para arrasar en las listas de éxitos francesas y ver cómo sus últimas canciones suenan en radios y discotecas. En el centro de la terna, el corredor de fondo, la leyenda: Mahlathini, inmejorablemente arropado por las Mahotella Queens y la banda de West Nkosi. No resulta ni un pelo descabellado apostar por la inminente y amplia aclamación entre occidentales de esas frescas raíces sonoras que queman como soles.
Cerrando polideportivo, la institución, el erudito, el desbrozador de caminos: Doudou N'Diaye Rose.
Elegante, carismático, menudo, mandón, así es el tamborilero mayor de Senegal, un hombre complejo en lo público y en lo privado, en el arte y en la vida. Una y otra se cruzan inextricablemente en la biografía de Doudou N'Diaye. No es poco honor ser el tambor mayor de un país de tambores, ni escasa es tampoco la proyección social del músico que ha creado una escuela de percusionistas en su Dakar natal. Dotidoti lleva con justificado orgullo y encomiable sobriedad la púrpura que le repercute, sabedor de que en el tam-tam está la fuerza, que es el tam-tam el que alivia el dolor, aleja los malos espíritus e, incluso, ayuda a seducir a las mujeres. O a los hombres, pues Doudou también es el responsable directo de que los tambores hayan llegado a manos de mujer, de que se hayan rasgado vetos que le prohibían su acceso al lenguaje ancestral.
Doudou lo hace todo a lo grande, numéricamente hablando. Tiene 4 mujeres, 34 hijos, organiza grupos de varias docenas de percusionistas (en Vitoria pisaron el escenario hasta 32), enseña la a centenares de niños y adolescentes en su escuela. Puestos a magnificar, tiene incluso la terrible, coquetería de añadir siete años a los que le adjudican sus biógrafos. No haría falta. Bastante sorprendente es ya su despliegue escénico para alguien que bordea los 60.
Tamborileros
El escenario se va llenando gradualmente de tamborileros. Tres, siete, doce. Tras ellos, ellas, y a su alcance, el maestro, y bailarines, y bailarinas, y más tambores, veinte, treinta. La orgía percutiva crece y culebrea al hilo de metronómicos meandros. Todos bailan, todos percuten, pero ahí sólo manda uno: Doudou. Dirección integral la suya; él impone la precisión de los cien ritmos, la nitidez de los mil y un golpes, la elegancia gestual e indumentaria de todos y cada uno de los miembros del conjunto, y lo hace con todo el cuerpo, hombros, caderas, brazos, piernas, manos, dedos, labios, ojos. No se está dirigiendo una partitura sinfónica, aunque la complejidad admite sobradamente el parangón (así lo afirmarían, quizá con rubor incluso, un Pierre Boulez o un Steve Reich); se están explicando historias, se dialoga en polifonía, el ritmo habla de fiestas, guerras, amores, desengaños, héroes y sueños. En otras palabras, el beat ancestral transustanciado en bit poético.Doudou nos lo muestra a través de docenas de manos jóvenes y expertas. Muchos años atrás recorrió Senegal para pasar examen ante todos y cada uno de los ancianos depositarios de los más recónditos secretos del tambor. Salió con bien, y ahora es el tarro mayor de las esencias. Le espera una vejez feliz, vivida con la elegancia de un mandarín oriental, el saber de un gran maestro del tambor africano y la dulce compañía de discípulos y discípulas, incontables, bellos, respetuosos y aplicados. Todo gracias al tam-tam.
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