París expone 'el siglo de Kafka' con el fetichismo de todos los objetos que el escritor quiso destruir
El Centro Pompidou conmemora con un año de retraso el centenario del autor de 'El proceso'
"He aquí, mi querido Max, mi última voluntad: todo lo que dejo (es decir, en mi biblioteca, en mi armario, en mi escritorio, en casa y en la oficina o en cualquier otro lugar), de hecho, todas mis libretas, manuscritos, cartas -personales o no-, etcétera, debe ser quemado sin excepción y sin leerlo, así corno todos los escritos o notas que tú tienes de mí; lo que otras personas tienen debes pedírselo. Si hay cartas que no te quieren devolver, tendrán al menos que comprometerse a quemarlas".
Felizmente para la literatura universal, Max Brod, íntimo amigo y editor de Franz Kafka (Praga, 1883-Kierling, 1924), no sólo no cumplió su deseo, sino que a partir de su muerte desarrolló una actividad incansable, -por otra parte, muy criticado por quienes le acusaron de haber deformado la figura del hombre y del escritor- dando conferencias y editando prácticamente toda su obra para darla a conocer a un público más amplio, pues hasta entonces, aunque bien considerado, sólo era apreciado en medios muy reducidos.
Sin duda alguna, sin esta traición el centenario de su muerte -que aunque con un año de retraso conmemora este verano el Centro Cultural Georges Pompidou, de París- hubiera pasado prácticamente inadvertido, y la abra kafkiana (El proceso, El castillo o La colonia penitenciaria, por ejemplo) no tendría hoy la significación que, acertada, o equivocadamente se le atribuye de señal de alerta contra los riesgos de dimisión que acechan cada día al hombre de nuestro tiempo frente a la incomprensión de un mundo cada día más burocratizado y, valga la redundancia, kafkiano.
Fotos personales
Como muchas exposicionesde este tipo, El siglo de Kafka no ha conseguido tampoco eliminar ese matiz un tanto fetichista que parece inseparable de las mismas. Una vez más, el espectado se siente un poco voyeur, una sensación más intensa en este caso, puesto que mucha de la documentación expuesta forma precisamente parte de ese todo que, según el deseo explícito del escritor, debía desaparecer con él fotos personales (de todas las edades), de sus tres hermanas (muertas en campos de concentración nazis), de sus amigas (Felice Bauer, Grete Bloch -con quien se dice tuvo un hijo ilegítimo que murió muy joven-, Milena Jesenka, Julie Wohryzek o Dora Dymant, la compañera de sus últimos años), manuscritos varios de sus obras, el currículo que presentó solicitando su primer trabajo, su carta de dimisión, parte de su biblioteca (compuesta fundamentalmente por obras de literatura alemana, autobiografías y escritos sobre judaísmo, pero también obras de Cervantes, Kierkegaard, Schopenhauer, Dante, Verlaine o Balzac).También hay una serie de objetos, algunos de los cuales parecen un tanto innecesarios, como, por ejemplo, ese estuche conteniendo los útiles de la circuncisión (¿es que de haber sido Kafka católico se hubiera incluido la pila bautismal y los objetos rituales necesarios?).
Para ambientar el conjunto, una serie de obras de artistas, sobre todo esculturas, que, al menos en la mente de los organizadores, tienen una relación -la cuestión es dilucidar cuál, pues no siempre es evidente- con la obra kafkiana, lo que supone integrar en la muestra obras de Giacometti o Max Ernst, sin que se sepa muy bien por qué, aunque en otros casos la relación sea sin duda más evidente.
Completa la muestra una panorámica gigante de su ciudad natal, de la que Kafka decía: "Praga no nos soltará... Esta madrecita tiene garras", realizada por Dani Karavan.
Uno de los grandes aciertos de esta muestra, sin duda no el único, es su sonorización. Cuando se penetra en ella, el espectador se ve sumergido en un ambiente sonoro en el que se mezclan voces, fememinas y masculinas, que recitan en lenguas diferentes, incluido el español (La metarnorfosis se tradujo al castellano en 1925; más tarde, en 1938, Borges haría otra versión), diferentes textos de Kafka. Al principio no se comprende por qué de pronto se entiende, perfecta y distintamente un texto e inmediatamente, a medida que se avanza, éste queda sumergido en la masa sonora. Al final se comprende que la fuente de donde procede son los altavoces colocados en ambos extremos de una serie de bancos donde uno puede sentarse tranquilamente y escuchar si lo desea.
Otro acierto es el catálogo, en el cual puede seguirse la evolución de las diferentes interpretaciones a que la obra de Kafka ha dado lugar en los últimos 50 años, tanto en el Este (nunca fue muy apreciado por los comunistas) como en Occidente.
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