María Dolores Pradera: dueña ausente
Hoy la cantante María Dolores Pradera ofrece las dos últimas galas de la serie emprendida en la madrugada del pasado miércoles en la sala Windsor. Su aparición en el escenario, subrayada por una palidez que le sienta de perlas, tuvo un toque revelador en ese insomnio histórico de miel y tempestad: era la madre auténtica de Simon y Garfunkel. Pero, en vez de chupar cámara oscura, quiso diluirse en lo níveo, adelgazar su fina estampa, encanecer las barbas de Los Gemelos y conmover como un lunar lunático y autónomo sobre el portátil continente rítmico de Pepe Ebano.Ese blancor se anima, de cuando en cuando, con las prendas mullticolores que la intérprete se echa al cuello, para agitarlas luego entre las manos con atildada y zalamera unción. El público, su educado público, acaso acostumbrado a escucharla en disco, mantiene un enojoso murmullo. Ella permanece en las alturas, sorda a las quejas del micrófono, persiguiendo a un fantasma,en carne y hueso, malagueñeando, a lomos de un caballo o en el pico de una paloma. Blanca y hasta transparente, sí, aunque entregada a bronquear a sus músicos durante las pausas.
Y no hay nada más perturbador que una transparencia enojada. Poco importa la mansa procesión de temas entrañables: Caballo prieto azabache, La potranca zaína, Cuando llora mi guitarra, La hija de don Juan Alba, Negra María, El rey, El gavilán, La flor de la canela, Cuando vivas conmigo, Malagueña canaria, Fina estampa y tantos otros. Ella está. Mas no está a lo que está. El blanco se torna ausencia.
Pese a las múltiples ovaciones cosechadas, da la sensación de que ella misma es consciente de que ha estado paseando por una calle sin rumbo, a enorme distancia de quien ella señala al paladear tú, intentando en vano arroparnos en la magia de lo que ya no se estila. Ha habido tales dosis de voluntad que el misterio se difumina, da albergue a la carencia, a la irrealidad de una elegancia sin origen ni fin.
Y, sin embargo, a uno siernpre la amargura le invade al comprobar que esta mujer, ayer actriz maravillosa, poseedora de todo un arsenal de posibilidades para cautivarnos también en el terreno de la canción, equivoca a menudo su repertorio, la elección del dialogante y, muy en especial, la escenificación de sus recitales. En su voz y en sus gestos anidan miles de recursos para no persistir en el error, para no seguir desdibujándose a base de cultivar una imagen pavorosa de señora aristocrática, de timbre aterciopelado, de dicción cursi y de pregón, en fin, que ni rompe ni marcha.
María Dolores Pradera, dentro de otro contexto donde hubiese menor demanda de celofán, hace tiempo que habría dejado de ser esa máquina sosa de versiones planchadas y almidonadas para consumo bobalicón de una clase media alta, que siente escalofríos cuando una maestra de su rango da clases de fonética sin exigir examen trimestral.
A lo mejor un día rompe las bridas de su caballo inmóvil. Ganaría entonces algo más que un corrimiento trivial, semejante al de tener como espectador privilegiado a Chanquete justo en el lugar que Paquirri ocupaba, hace tan sólo una semana, para escuchar a la Pantoja. Para ese viaje no hacen falta halos ni flores en el pelo.
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