Lamine Yamal y la montería trasversal
Al futbolista del Barça se le acusa de tantas cosas que, si fuera un chaval atormentado por la crítica, necesitaría llevar una libretilla para no olvidarse de ninguna de las imperfecciones que se le achacan

Existe una campaña de desprestigio contra Lamine Yamal y no todas las balas se disparan desde Madrid, por cómodo que resulte reducirlo o una mera cuestión de política territorial. Es tentador recurrir a la teoría habitual —siempre hay una teoría danzando entre bastidores— y señalar a Florentino Pérez como el maestro de ceremonias, dedo índice en ristre como Napoleón en la batalla, ordenando por qué flanco atacar y por cuál protegerse. Sin embargo, basta con afinar un poco el oído para comprobar que la montería organizada contra Lamine Yamal bebe de otras fuentes, otras motivaciones y otros universos más complejos que el de la mera rivalidad futbolística.
Al futbolista del Barça se le acusa de tantas cosas que, si fuera un chaval más o menos atormentado por la crítica y mínimamente organizado, necesitaría llevar una libretilla encima para no olvidarse de ninguna de las imperfecciones que se le achacan. Si solo fuese al instituto, o a la universidad, y no jugase en un equipo de la Primera División, cualquiera podría identificar comportamientos a su alrededor más propios del acoso escolar que de la crítica legítima, pero tampoco es cuestión de exagerar el análisis y tocará aceptar que cuanto rodea al fútbol está trufado con ese un punto de barbarie difícilmente extrapolable a ningún otro ámbito de la vida y apenas justificado por los muchos ceros del sueldo.
Cierto es que una parte considerable de sus críticos abrazan sin complejos el madridismo y tratan de establecer un paralelismo más o menos forzado, más o menos inducido, entre el comportamiento de Lamine Yamal y el de Vinicius Júnior. Pero no el Vinicius de hace un par de temporadas, el veloz demoledor sobre el campo y mártir fuera de él, símbolo universal y bandera antirracista elevada a los altares con razón. No. A Lamine se le intenta equiparar con el nuevo Vinicius. Ese que ahora molesta más de lo que aporta, el que cansa, el que ya no le cae simpático ni a los niños que hace apenas un año le pedían su camiseta a Santa Claus. Un Vinicius discutido que ahora sirve como molde para advertir de lo que acabará siendo Lamine, como si en el fútbol funcionara una especie de maldición hereditaria.
Pero el grupo que realmente inquieta no luce bufanda ni se esconde demasiado. Son los arios, españoles y catalanes, unidos por el desprecio racial a un chaval nacido en Cataluña, pero de orígenes magrebís. Los de la excusa cultural, que es siempre la peor de las excusas. Basta con recordar los comentarios recibidos durante la pasada Eurocopa, o lo sucedido esta misma semana en un programa de TV3, donde uno de los tertulianos llegó a deslizar, sin ningún tipo de rubor, si debía considerársele catalán. Como si la catalanidad fuese un carné que se dispensa en tertulias y se retira a discreción.
Luego están los otros, menos peligrosos, pero igual de activos. Los nostálgicos del “no es Messi”. Los moderados del “se gusta demasiado”. Los humildes y su “no hace falta presumir”. Los aburridos del “el fútbol no es un juego”. Los tribuneros del “no corre, no piensa en el equipo”. Y, por supuesto, los tarotistas del “acabará mal”. Todos ellos forman un coro espeso, asfixiante, dedicado a sobreanalizar cada gesto, cada celebración y cada silencio.
No está pagando tanto Lamine lo que hace como lo que representa: un talento precoz, descarado y mestizo en un país que tolera mal a quien no pide permiso para brillar. Por eso ladra la jauría, incluso cuando el balón no rueda, mientras él camina erguido sabiendo (aunque nadie se lo haya explicado) que no hay otra defensa para seguir avanzando.
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