El Madrid adolescente de las mil excusas
En el fútbol de élite, donde todo se mide en títulos finales y jerarquía, la excusa nunca funciona como salvavidas sino como coartada, cosa que el Real Madrid ha convertido en protocolo


Nada resulta más contraproducente para el normal desarrollo de un adolescente que un buen ramillete de excusas. Y lo mismo sirve para un futbolista que cobra sus nóminas en millones de euros o un entrenador del máximo nivel. Hay mil proverbios sobre este asunto, casi todos desfasados en la forma, pero muy aprovechables en el fondo, sobre todo cuando la autoría de dichas excusas lleva la firma de quienes debieran fiscalizar el comportamiento del adolescente, el rendimiento del futbolista o los resultados del entrenador. En el fútbol de élite, donde todo se mide en victorias parciales, títulos finales y jerarquía, la excusa nunca funciona como salvavidas, sino como coartada. Y el Real Madrid, desde hace ya un tiempo, ha decidido convertir la coartada en protocolo.
De la mano de Florentino Pérez (si no desde mucho antes, sobre esto hay disparidad de opiniones) el club blanco se ha instalado en una lógica que no admite ningún tipo de matiz: solo vale ganar. Parece una exigencia lógica y acorde con su historia, responsable en gran parte de una grandeza que resulta indiscutible incluso para quienes se pasan media vida tratando de discutirla. El problema aparece cuando la derrota deja de entenderse como una consecuencia del juego y comienza a interpretarse como una anomalía provocada desde fuera. El rival nunca cuenta, nunca juega mejor, nunca corre más, nunca acumula mérito alguno. Siempre hay algo borboteando detrás del telón: árbitros, organismos oficiales, despachos opacos, consultorios médicos de prácticas inconfesables... Fuerzas oscuras que operan contra el Madrid como si este fuese una especie de ONG acosada por el sistema y no uno de sus mayores beneficiarios desde que alguien, no se sabe quién, decidió que la palabra sistema servía para explicarlo casi todo.
En este contexto quinceañero de perros invisibles que siempre se comen los deberes, el caso Negreira ha sido un regalo llovido del cielo. No se trata solo de una investigación judicial en curso. También funciona como herramienta narrativa, como elemento sagrado que todo lo justifica, un detergente moral que permite limpiar las derrotas sonrojantes, los errores de planificación y hasta la atención que el resto del fútbol mundial pudo prestar, en algún momento, a otras camisetas que no eran las blancas. El caso está en los tribunales, pero eso no le resulta suficiente a un Real Madrid que busca tanto una resolución legal como una condena simbólica que invalide los éxitos del máximo rival, diluya su propio poder institucional y le sirva de coartada universal para el futuro. Esa es la clave de su relato: el Madrid nunca pierde, al Madrid se le roba. Y si se le robó ayer, se le podrá robar hoy y mañana.
De puertas para dentro, el discurso se convierte en comodín. Le viene de perlas a unos futbolistas tan acomodados que se abonan sin miramientos a la excusa de “no lo hago mejor porque no me dejan”. Y tampoco le sienta del todo mal al entrenador de turno: ¿para qué dar explicaciones futbolísticas a lo que se puede solventar con una queja sobre el arbitraje? Que se le fichase para moldear una arcilla carísima y su equipo se desmorone como un trabajo de pretecnología al primer soplido es lo de menos: mientras el foco se ponga en el silbato, el debate futbolístico siempre puede esperar.
Ocurre que, cuando un club gigantesco como el Madrid renuncia a mirarse en el espejo y lo fía todo al señalamiento externo, lo que hace no es protegerse, sino empobrecerse. La exigencia sin autocrítica siempre deriva en autoengaño. Y Florentino hace tiempo que debería haber pasado esa etapa adolescente de culpar a los padres por no poder hacerse el primer tatuaje.
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