Clientes resignados Fútbol Club
No parece que a la afición del Barça le indigne el trato que recibe la del Valencia, la del Betis se parte la camisa en solitario y la del Depor protesta desde esa esquina del mapa a la que nadie suele mirar


Al fútbol español le va quedando muy poquita alma, la justa para que algún vendehúmos con minutos por rellenar en el prime time televisivo le organice una sesión de espiritismo. Y la última aportación a este vaciado sentimental la firma el propio Barça quien, en forma de comunicado y con el permiso de LaLiga, es decir, de los demás clubes que integran la patronal, acaba de anunciar que su partido correspondiente a la cuarta jornada se traslada al coqueto Johan Cruyff: un estadio en miniatura con capacidad para 6.000 espectadores, ideal para presumir en Instagram, pero insuficiente para, por ejemplo, acoger a los aficionados rivales. Una disculpa habría sido un detalle, menos que reservarle un simbólico número de entradas... Que llegaron horas después de publicarse el comunicado en forma de 290 localidades: el mínimo para rellenar unos cuantos autobuses, pero insuficientes para un club con miles de seguidores deseando viajar
Imagino la cara de cualquier valencianista que albergase ilusiones de acompañar a su equipo en un desplazamiento tan señalado: en lugar de facilidades, lo que se encuentra es un portazo apenas maquillado con 290 billetes, como quien lanza maíz a las palomas, pero que dista mucho de ser educado, por más que las circunstancias del club azulgrana puedan considerarse excepcionales: el aficionado seguirá ocupando el único sitio que le parece plenamente reservado en este fútbol de pantallas y falta de empatía: el de cliente resignado.
Mientras tanto, el Valencia calla: ni una mísera alegación, ni una triste palabra en defensa de los suyos. Los responsables del club ché parecen aceptar el apaño con la misma naturalidad que uno se acostumbra a los muebles de otro en un piso alquilado: quizás no sean los más bonitos, ni los más apropiados para el ambiente deseado, pero mejor eso que meterse en más gastos. Cualquier aficionado del Valencia tiene derecho a sentirse profundamente despreciado, aunque tampoco sería la primera vez que Peter Lim, en nombre de su escudo y sus colores, los deja tirados.
No son los únicos: casi siempre, en el fútbol como en la vida, hay otros que están igual o más jodidos que tú. Los seguidores del Betis, por ejemplo, que tenían cita para el sábado y han visto como alguien -nunca se sabe quién con exactitud- acaba de trasladar la función en casa del Levante al domingo. Otra rectificación que convierte los planes de cientos de hinchas, incluidos desplazamientos y reservas de hotel, en papel mojado. Casi al mismo tiempo, en Vitoria, los hinchas del Deportivo descubren que no hay entradas para ellos. El Mirandés, exiliado por obras, ha limitado su presencia al cupo oficial, aunque todas las previsiones parecen apuntar a que el estadio de Mendizorroza lucirá medio vacío. O medio lleno, si aceptamos mirarlo todo con ojos de vaca. Será la fotografía perfecta de este fútbol nuestro diseñado para vivirlo desde casa: sin molestar, sin gritar, sin apenas posibilidad de figurar como personas de carne y hueso.
Puede que ni siquiera sea lo más preocupante, si lo comparamos con la indiferencia mutua que se palpa entre las hinchadas. No parece que a la del Barça le indigne el trato que recibe la del Valencia, la del Betis se parte la camisa en solitario y la del Depor protesta desde esa esquina del mapa a la que nadie suele mirar. Pero todas callan cuando el agraviado es otro: la solidaridad entre aficionados es una utopía como los pactos de Estado, una Wakanda de lamentos compartidos en redes sociales que casi siempre termina en un sálvese quien pueda. Así no hay revolución posible, ni salvación para lo poquito que todavía nos quede de alma, aunque nos apuntemos con fe renovada a las nuevas suscripciones premium.
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