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RELATOS DE UNA AMATEUR
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El Mundial de 2010, el verano de toda una generación

El próximo año, España buscará repetir gesta mundialista con quienes eran niños o preadolescentes en el gol de Andrés Iniesta

Andrés Iniesta celebra su gol a Holanda en la final del Mundial de Sudáfrica de 2010.
Irene Guevara

Apenas tenía siete años cuando mi padre apareció una noche de verano de 2008 arrastrando por el pasillo la caja enorme de un televisor de pantalla plana. En casa aún sobrevivía aquella vieja tele gris de tubo que necesitaba su tiempo para encenderse. Mi madre, resignada, pero no ajena a la crisis que azotaba el país, se llevó las manos a la cabeza. “¿¡Pero qué has hecho!?”, le gritó. Mi padre respondió con dos frases y una media sonrisa mientras buscaba miradas cómplices en mí y mi hermana: “Estaban en liquidación. Y este año hay Eurocopa, y dentro de dos, Mundial… habrá que ver bien cómo ganamos”. Aquella tele fue un capricho, pero también una ventana a algo nuevo en una casa donde reina la Fórmula 1, y no el fútbol. Algo cambió con esa pantalla brillante y la promesa de futuro que mi padre pronunció como excusa.

De la Eurocopa de 2008 apenas guardo en mi memoria la euforia de la victoria. Del Mundial de 2010 de Sudáfrica lo recuerdo todo. El sillón rojo frente a la tele, la tensión y el sufrimiento de cada partido, los goles de Villa, el cabezazo de Puyol tras el centro de Xavi contra Alemania, las manos sagradas de Casillas, su imagen levantando la copa o el patadón de De Jong a Xabi en el pecho en la final agónica contra Países Bajos. Y, sobre todo, el gol de Iniesta en el 116. Ese instante que 16.675.000 personas vieron en sus casas y en el que todo un país contuvo el aliento. La calle fue un termómetro de emociones colectivas: antes del gol, silencio absoluto; después, un rugido de alegría y una fiesta que duró horas, días, meses. Incluso mi madre, muy lejos de ser fanática del fútbol, vagaba por la casa y se refugiaba lejos de la tele para no sufrir. Yo, que jamás había tenido camiseta de la selección, corrí a comprarme una solo por aquella estrella dorada cosida en el pecho.

Ese verano, en mi mente infantil, el fútbol lo ocupó absolutamente. Ya no solo era deporte, formaba parte de la cultura social. Solo se hablaba de La Roja, y hasta mi hermana —casi detractora del fútbol— estaba obsesionada con Fernando Torres. Las estridentes y constantes vuvuzelas, el beso de Casillas a Sara Carbonero, el inicio de la relación entre Piqué y Shakira, los chistes de Pepe Reina, la canción de Bisbal y el himno global e inolvidable del Waka Waka. Sentí fascinación, incluso obsesión, por el pulpo Paul, oráculo favorito de medio mundo que se convirtió en una celebridad, capaz de disputar creyentes hasta a Dios. La felicidad se filtraba incluso en medio de la crisis. Yo no entendía de paro o de burbujas, pero sí de aquella alegría compartida.

Iker Casillas levanta al cielo la Copa del Mundo conquistada el 11 de julio de 2010 en Johannesburgo (Sudáfrica).

Para aquella niña lo normal era ganar. Ni la derrota ante Suiza me inquietó: yo crecí con el Barça de Guardiola, el del triplete y el sextete. Y para mí la selección del tiki-taka confirmaba que mi equipo era siempre invencible. Hoy sé que no lo era, pero entonces lo creí con convicción ingenua. Hoy también sé que no era la única; toda una generación creció con esa certeza. Quince años después comprendo que esa etapa irrepetible fue más que títulos: nos dejó identidad y legado.

La Eurocopa de 2012 tan solo reafirmó mis ideas. Ya más mayor y con mejor comprensión llegó el baño de realidad. Crecí con Brasil 2014, Francia 2016, Rusia 2018. Eliminaciones tempranas, dolorosas, un despertar brusco. Pero de esa sequía emergió otra generación, la de Pedri, Gavi, Ferran, Nico, Lamine. Una España joven, descarada, que conquistó la Eurocopa de 2024 y que puede recordar al inicio de aquellos tres campeonatos dorados. Ahora son ellos, nacidos alrededor del 2000 y después, quienes escriben la historia.

Yo no he vuelto a sentir lo mismo que aquel verano con otro campeonato, lo más cerca fue la Copa del Mundo femenina de 2023. Quizás, condicionada con el sentimiento del primer Mundial. Este verano lo he recordado especialmente, ya que se han cumplido 15 años del gol de Iniesta. Un buen amigo mío, de Albacete, nació el 11 de julio y se llama Andrés. Y no, no por Iniesta. Cada vez que lo felicito, me pregunto si es él quien me recuerda al gol, o al revés. Nunca le confesaré la respuesta.

En mi casa, mi padre aún revisa partidos de Sudáfrica. La tele ya no es aquella pantalla plana que arrastró por el pasillo, sino otra, más moderna, que le regaló mi hermana al independizarse. El próximo verano habrá Mundial. Y, si el trabajo no me reclama, volveré a sentarme con mi padre para verlo mientras mi madre camina nerviosa por toda la casa, ilusionada de nuevo. Quizás España no repita la gesta. Quizás sí. Pero quienes lo intentarán serán los mismos que eran niños, o algunos preadolescentes, en 2010. Y cuando los veo, siento que aquella inocencia, aunque a alguno ya le queda poca, sigue viva. Porque ese verano no fue solo un título: fue el verano de toda una generación. O, quizás, tan solo el recuerdo adulterado por la quimera de una niña.

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Sobre la firma

Irene Guevara
Es redactora en la sección de Deportes y sigue la actualidad del FC Barcelona. Está especializada en fútbol femenino, la mujer en el deporte y el colectivo LGTBIQ+. Ha cubierto la Champions Femenina. Es licenciada en Periodismo por la Universitat Pompeu Fabra, y ha iniciado su carrera en EL PAÍS.
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