Del Toro, el escalador improbable
Habrá que agradecer al ciclista de Ensenada el remanso fresco que otorgó durante unos días a un país urgido de buenas noticias


Tan improbable como un charro vestido de rosa es un escalador de montañas de élite mundial surgido de los llanos áridos de Ensenada, una región carente de alguna colina respetable. Isaac del Toro es un oxímoron, un apellido fiero con un rostro fino y gentil, un atleta súbitamente convertido en ídolo deportivo de un deporte que en México apenas se sigue; un país en el que los ciclistas no generan menciones periodísticas, salvo en la nota roja de los accidentes viales.
Y es que el aporte de México en la escena mundial remite a directores de cine, tenores de ópera prófugos del mariachi, marchistas olímpicos de ondulante caminado, boxeadores de “todo se lo debo a la virgen de Guadalupe”, o a campeones de disciplinas marginales y esotéricas cuyas feroces disputas transcurren en el anonimato, ajenas a las pasiones del gran público. Pero ocasionalmente la vida nos depara anomalías deliciosas y fracturas de la razón, de las que surgen un quintapichichi como Hugo Sánchez, o campeones de deportes imposibles en México como Checo Pérez en Fórmula 1 o Lorena Ochoa en golf. O, como estos días, Isaac del Toro.
No es de extrañar que la repentina aparición de este ciclista haya tomado por sorpresa a México. Hasta hace dos semanas “giro italiano” es algo que habría evocado un éxito musical de Ricchi e Poveri o el afiche publicitario de una vieja película de Marcello Mastroianni. Hoy el Giro es motivo de las charlas de sobremesa en las casas de Mérida a Monterrey o de Veracruz a Tijuana; conversaciones en las que se habla de la historia y de las vicisitudes de la vuelta italiana con la familiaridad que se depara a las mejores tradiciones familiares.
En realidad, en la primera semana la prensa ignoró las noticias procedentes del Giro, consecuente con el desdén que le ha otorgado a lo largo de los años. Ni esta edición ni las anteriores han sido transmitidas por la televisión mexicana, no ayuda el desmañanado horario ni, sobre todo, la carencia de un potencial auditorio. Las primeras seis etapas no existieron para la mayoría de los medios. Pero el segundo lugar conseguido por Isaac en la etapa siete, que le permitió encaramarse al tercer sitio de la tabla general, le llevó a debutar en páginas interiores de las secciones de deportes. Una nota menor sobre un tal Isaac del Toro, primer mexicano en un podio intermedio en muchos años. Apenas unas líneas en lo que parecía una mención más bien pintoresca. Al día siguiente, tras la etapa ocho, se dio fe de que el mexicano había descendido al quinto sitio de la tabla general y se dio por sentado que constituía el preludio de un efímero, pero muy digno paso (faltaba más) por esa carrera que, se hacía saber, era como un torneo de Grand Slam para el Tenis.
La etapa nueve provocó el salto cuántico: su escapada a la meta en Siena al lado de Van Aert le otorgó por primera vez el liderato. Ese día los mexicanos se enteraron de que malla rosa no era algo relacionado con el ballet o la gimnasia. No solo eso, ponérselo en la espalda, como lo había hecho ese muchacho, constituía una hazaña nunca antes conseguida por un connacional.
Lo demás es historia, en cierto sentido historia nacional. La tozudez de Isaac para aferrarse a la camiseta rosa le permitió escalar día a día en la cobertura periodística, hasta instalarse en las portadas de los diarios y las aperturas de las noticias en televisión. Para la etapa 10 los comentaristas de fútbol disertaban sobre ciclismo y la opinión pública escuchaba por vez primera la palabra gregario. Una semana de maillot rosa más tarde, la Toritomanía se había desatado. Televisión Azteca anunció que trasmitiría los últimos tres días de la prueba, la presidenta Claudia Sheinbaum hizo públicas sus palabras de aliento al corredor y el orgullo patrio comenzó a disputarse cada día en dos ruedas. Las banderas mexicanas brotaron como hongos de montaña en la escarpada Vía Lattea, favorecidas por la feliz coincidencia de ser la misma que la italiana. Su espectacular reverencia de torero al cruzar la meta en la etapa 17, se convirtió a velocidad digital en la imagen icónica capaz de dar un respiro por unos días al consabido estampado de Frida Kahlo, que suele atosigar bardas y espectaculares de la capital mexicana.
Imposible predecir el impacto que provocará en el ciclismo de ruta en México una vez que se disipe la polvareda. No podemos saber si estamos ante un Pedri o un Ansu Fati. Temo que el desconocimiento del deporte genere una presión absurda de parte de pseudo aficionados que crean que a partir de ahora cualquier resultado que no sea ganar el Tour de Francia sea un fracaso. Los infortunios suelen ser muy crueles en un país con tradición de expectativas frustradas, exasperado del “ya merito”.
Cualquiera que sea el efecto, habrá que agradecer a Del Toro el remanso fresco que otorgó durante unos días a un país urgido de buenas noticias, entre los manotazos de Donald Trump y las dentelladas de los poderes salvajes del Narco.
Aunque me parece que lo de Torito no solo entusiasma a los mexicanos. Su presencia en el podio en el Giro es también un argumento más de una tendencia renovadora del ciclismo de estos días. Por un lado, confirma la rebelión del coro; la refrescante frecuencia con la que surgen líderes inesperados entre las filas de los gregarios y despojan a la élite tradicional de las primeras posiciones. Del otro, el rejuvenecimiento de esta élite. El ciclismo tradicional mantenía el relevo generacional basado en la transmisión del conocimiento del maestro al aprendiz. Pero el hecho de que la casaca blanca de líder juvenil se siga otorgando a menores de 25 en una época en que los Lamine Yamal y los Carlos Alcaraz toman por asalto a su deporte antes de los 19, habla de cierto anacronismo del ciclismo. Casos como el de Tadeo Pogacar y Egan Bernal en los últimos años, que han ganado el maillot blanco y el amarillo simultáneamente, muestran que las cosas están cambiando. Más a tono con un mundo en el que, lejos de esperar a recibir la estafeta, los hijos ayudan a los padres a manejar las nuevas herramientas o simplemente a entender su iPhone.
Hace siete años publiqué un thriller en modalidad Ágatha Christie (hay un asesino entre nosotros) centrado en el pelotón de ciclistas del Tour de Francia. La historia de un gregario súbitamente convertido en aspirante al maillot amarillo gracias a giros inesperados en la carretera y las perfidias de un asesino suelto. El protagonista, Marc Moreau, era un latinoamericano, hijo de francés y de colombiana, formado también como Del Toro, por un coronel en un campamento de ciclismo en el sur de Europa. No me atreví a otorgar la nacionalidad mexicana a mi personaje. Demasiado inverosímil que un paisano disputara a los mejores un podio. Asumí que hay límites a la suspensión de credibilidad en la ficción. Por fortuna en la realidad no.
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