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Isaac del Toro, el ciclista que llegó desde Ensenada para conquistar el Giro

Con su personalidad, su fría calma y su talento, el mexicano, líder de la prueba, se convierte a los 21 años en el gran tenor del ciclismo mundial

Del Toro se impone en Bormio en la 17ª etapa del Giro de Italia, este 28 de mayo.
Carlos Arribas

Quienes comen surf, beben surf y sueñan surf no entienden cómo Isaac del Toro, siendo de Ensenada, no se pase el día deslizándose con las olas en Todos Santos, libre y zen sobre una nueve pies, en lugar de pedalear sobre dos ruedas, esclavo de la carretera, encadenado a un sueño. Ni tampoco entienden que a los 16 años renunciara a pasearse con los amigos por las playas del Pacífico bravo de Baja California entre yanquis arrogantes que llegan de San Diego y en la frontera de Tijuana se empiezan a sentir conquistadores para encerrarse en un apartamento en la oscura San Marino, república mínima rodeada de Italia por todas las partes, mucha lluvia, poco sol, valles estrechos, y un excoronel del ejército soviético dictando disciplina y ciencia ciclista.

Quienes piensen así quizás no entiendan que los elegidos para ser campeones siguen caminos que los mortales no ven o desprecian. Solo la contradicción, saben, los hará grandes. Y Del Toro, o Torito, será muy grande. Lo está siendo a los 21 años. Ya es el Charro Rosa del Giro de Italia. Escala, esprinta, contrarrelojea, llanea, y todo bien, todo a toda velocidad.

Ya ha despertado la imaginación y la fantasía de la afición, admirada de su hermosura sobre los pedales, su calma, su sabiduría, y también de su capacidad para crear una imagen única que hace a las mujeres exhibir en las cunetas carteles con mensajes del tipo “Torito, queremos un hijo tuyo”, “Torito, cásate conmigo”, y lo gritan, ¡Torito!, ¡Torito! “Cuando estoy en el pelotón y atravesamos algunos pueblos, es increíble oírlos gritar mi nombre. Lo gritan y no entiendo por qué”, reflexiona el chamaco de Ensenada en las ruedas de prensa del Giro. “Es una sensación extraña porque en realidad no me siento tan especial”.

Ya ha despertado en su México el orgullo, la voz. Ya puede, este domingo, ganar el Giro de Italia, y lo haría tan joven que solo Fausto Coppi, el único Dios verdadero del ciclismo italiano, lo ganó más joven, allá por 1940. Solo necesita atajar al desatado Richard Carapaz y salvar viernes y sábado los Alpes salvajes, las montañas despiadadas en las que ya mostró su talento único cuando ganó en septiembre de 2023 el Tour del Porvenir a los mejores escaladores del mundo, dos y tres años mayores que él, en los Alpes franceses. No se deslizará sobre las olas, pero encontró que el verdadero placer era deslizarse en soledad sobre la cresta de las montañas, y en algunas aún se veía nieve.

Tenía 19 años.

Ganó guiado por el coronel Piotr Ugrumov, que cuando era ciclista soviético y ruso, hace 30 años, hizo sufrir a Indurain y a Pantani en el Giro y en el Tour, y ahora como entrenador letón de jóvenes en la Italia en la que vive desde hace 20 años es maestro de vida y de ciencia: ciclismo moderno, de datos, de control, de estudio. El ciclismo que le gusta a Del Toro, que en carrera parece guiarse por el instinto —ahora ataco, cuando nadie lo espera, ahora voy a rueda, ahora espero— cuando su cabeza es, como era la de Jacques Anquetil, una computadora que devora datos, sensaciones, y solo se mueve, ataca, decide, cuando todo cuadra, cuando ve al rival despistado, flojo, descolocado, la curva perfecta sin tocar el freno, el montículo, pues todo lo ve. “Es un chico muy sensible y curioso, que se toma este trabajo muy en serio y no quiere perderse nada. En cierto modo imita a su ídolo Pogacar, tiene una atención casi maníaca por este deporte”, explicaba Ugrumov después del Porvenir. “Nuestro Tour comenzó mucho antes de la salida. Aprovechamos el periodo de entrenamiento en la montaña para ir a ver las principales etapas. Las estudiamos metro a metro y luego las repasamos una y otra vez en el ordenador. Una semana antes de la salida ya estábamos en Francia entrenándonos en las mismas rutas. Puedo decir que la carrera se desarrolló casi totalmente como la habíamos imaginado y planeado”.

Y solo los más grandes, como él, como Pogacar, como Van der Poel o Remco Evenepoel son capaces ahora, en los tiempos del ciclismo hipertecnológico y estudiado, de crear el arte de lo inesperado, la emoción máxima. Todo estudiado, todo espontáneo. El ciclismo, con ellos, vuelve a ser cool para los jóvenes. Qué guay. Y su novia, Romina Hinojosa, de Tampico, en el Golfo de México, en la otra punta de Ensenada, también es ciclista, como es ciclista la novia de Pogacar, Urska Zigart. Se conocieron en el Monex, el equipo formado por los hermanos Luis y Alejandro Rodríguez, que captaron a los mejores jóvenes de su país y se los llevaron a formar a San Marino. “Está todo tan estudiado que ni siquiera ganar nos producía una emoción especial para celebrarlo”, explicaba Alejandro después de la victoria en el Porvenir. “Todo era como el final de un libro ya escrito. Es que Isaac es tan superior a todos los que he conocido que en las pruebas de esfuerzo, cuando todos abandonaban agotados, él ni había empezado a sudar”.

Como Pogacar, su ídolo, maestro, amigo y tifoso, ha llegado para ser el mejor del ciclismo mundial desde un lugar en el que la bicicleta es un bicho raro, un asunto de jóvenes tozudos e iluminados. Diferentes y felices siéndolo. Como él, repite. “Hago ciclismo porque es lo que más me divierte. Solo busco pasármelo bien”. De Eslovenia se conocen esquiadores y jugadores de baloncesto o futbolistas, pero pocos ciclistas, Roglic como mucho; de México, los aficionados viejos se acuerdan de Pérez Cuapio, Miguel Arroyo o Raúl Alcalá. Pocos más traspasaron las fronteras de su país. Ninguno tanto como Del Toro, que en cada carrera ha dejado su marca, la T caligrafiada en el asfalto con un demarraje a un kilómetro de la meta como en el Tour Down Under del 24, su primera carrera WorldTour, su primera victoria, o con una caída seca, una remontada del pelotón y un trabajo de gregario, rampa de lanzamiento, para Adam Yates en el San Gotardo eterno de la pasada Vuelta a Suiza, o para Juan Ayuso en la Faun o en la Tirreno reciente.

O, más aún, una T grabada a fuego con una aceleración explosiva, dinamita, a la sombra del santuario de Superga, la montañita sobre Turín, en la que el día de San José pasado ganó la Milán-Turín. Al ir a cerrar su maillot, la cremallera se rompió y, como le avergonzaba mostrar al mundo su pecho pálido y delgado, la correa del pulsómetro, tan tímido y serio es, reservado como su voz grave de barítono, y sus erres arrastradas, decidió agacharse al cruzar la meta con una reverencia de tenor de ópera que ocultara su desnudez. Los comisarios no lo entendieron así y le multaron por “afrenta a la buena imagen del ciclismo”. ¿Su respuesta? Repetir la reverencia, a petición de su hermano Ángel, cuando el miércoles ganó de rosa en Bormio, al pie del gigante Stelvio. Lo mezcla, inevitablemente, el apellido, la cultura, su bravura y su nobleza, con un medio pase torero, y un grito de gozo y poder. Emocionan tanto sus movimientos, que alrededor, en redes, en grupos de amigos, se levanta un rumor, qué reverencia, se oye, que le lluevan las flores como a un gran tenor. Lloverán rosas por él. Y todos gritarán ‘que viva México, que viva Torito’.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.
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