La fábula de Juan sin miedo
Con Navarro, todos hemos sido abonados a la mejor camiseta posible, la del jugador soñado

El fallecimiento del padre de Juan Carlos Navarro aplazó el esperado homenaje a su trayectoria, con los dos clubes más representativos de nuestro deporte como necesarios y cautivados testigos. Era difícil dejar a todo el mundo contento en la retirada de un deportista que ha sido patrimonio de tantos de nosotros, abonados a la mejor camiseta posible, la del jugador soñado. Hagamos entonces caso al sabio y “protejamos el arte por encima de controversias”. El deporte español tiene desde el verano un nuevo mito al que, atendiendo a la cantidad y calidad de los servicios prestados, debemos colocar en la cota más alta de nuestro baloncesto, guardando un amplio hueco de 2,15 metros que ocuparán dos buenos amigos con un mismo apellido y trabajo en EE UU.
Todo en la vida profesional de Navarro ha sido especial. Me puedo imaginar las reuniones del equipo técnico del Barcelona a final de los años 90, primero con Joan Montes abriendo la caja con la sorpresa (aprovecho para realzar la figura del maestro del jugador amateur; me acuerdo sobre todo de Ángel Pardo, Miquel Nolis, el propio Joan… entre tantos imprescindibles), y después con Aíto aprovechando el regalo. ¿Cómo no tenerlo claro con un chaval que entendía el juego de una forma tan evidente y personal? Y, al mismo tiempo, ¿cómo no desconfiar de un tipo sin temores, capaz de retar a rivales que lo encaraban casi siempre con mayor presencia física?
Aquel cuerpo técnico y todos los que llegaron después, con el “presidente de su club de fans” poniendo la rúbrica en la etapa de madurez (así se nos confesó Sergio Scariolo en una charla hace algunos veranos), supieron privilegiar en el libreto de su día a día la frase que el filósofo José Antonio Marina viene repitiendo los últimos años a modo de preciso mantra; “el talento, finalmente, no es otra cosa que el buen uso de la inteligencia”.
Agradeciendo, por tanto, a sus jefes, que se hayan dejado siempre cautivar por la capacidad de nuestra máxima debilidad como jugador de baloncesto en las dos últimas décadas, déjenme que siga fluyendo la fábula. Ya me estoy imaginando, por ejemplo, la entrada de Navarro en la sala de estar de los mejores escoltas y aleros de la historia del baloncesto español, donde mitos de otras décadas esperan la llegada del jubilado más ilustre. Me imagino el cariñoso abrazo de Buscató y Emiliano, de Brabender y Villacampa, y sobre todo de Epi, en nombre de tantos otros que brillaron con luz propia, y de los que se están preparando para tomar el difícil relevo del líder de una generación irrepetible.
En definitiva, hablamos del perfil mejor acabado de jugador español para el concepto de prime-time player. Así es como lo hubiera bautizado Dick Vitale, exentrenador y genial comunicador del entorno universitario norteamericano, si Juan Carlos hubiera aceptado una beca en cualquier escuela de EE UU tras la clase maestra que brindó junto a Raúl López en la final del Mundial Júnior de Lisboa de 1999. Aquel domingo, unos intimidantes adolescentes norteamericanos acabaron como sorprendidos sparrings en la puesta de largo de un jugador de época. Navarro permitió al Barcelona dominar la ACB durante más de una década y fue la proteína de calidad que jamás faltó en las emocionantes aventuras europeas, mundiales y olímpicas de la selección durante casi 20 veranos; Y es que no cabe un epitafio deportivo más atinado que sus propias palabras al despedirse del equipo nacional en 2017, con otra medalla al cuello y el récord de 253 internacionalidades; “hay que confiar en los que vienen, pero soy consciente de que no se lo hemos puesto nada fácil para superarnos”.
Desde aquí, nuestro sentido pésame y un abrazo de admiración incondicional.
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