Asesino
Hay algo en Marco Asensio, una forma de conducirse en el campo, de tratar el balón, que parece tan natural que da miedo


Hay algo en Marco Asensio, una forma de conducirse en el campo, de tratar el balón, que parece tan natural que da miedo. Miedo de salir corriendo para el rival; miedo de la distancia que recorrerá en el futuro si no le abandona esa estrella que tiene sobre la cabeza. Lo reduce todo, hasta los detalles más elementales, para hacer de cada movimiento un arsenal nuclear contra el adversario. No recuerdo a nadie que con tan poco pueda hacer tanto daño. El gol que marca al Valencia, el primero, lo hace con el balón en el aire. Da un mal bote la pelota, y allí la atrapa y la coloca en el ángulo con el interior como quien golpea una naranja. No es un jugador, es un presagio.
El Bernabéu dedicó murmullos a Benzema y silbidos a Bale. Impropio lo del público con el francés, que estuvo en todas y las falló —alguna de manera extraordinariamente torpe. Después de nueve años en el Real Madrid Benzema sigue jugándose la vida en cada partido, viviendo una reválida permanente. Ni los goles, ni las asistencias, ni la jugada que depositó al Madrid en Cardiff a las puertas de un ridículo histórico en el Calderón. Los malos días de Benzema, como el de ayer, son siempre la justificación de un debate y la apertura oficial de la temporada de polémicas respecto al 9. El problema Bale es otra cosa: el galés no está. Aparece como desactivado, fuera de cobertura, recluido en sí mismo y encerrado en una banda en la que, a falta de físico, se le agotan los recursos a la misma velocidad que al estadio la paciencia.
El Madrid empató un partidazo ante el Valencia de las grandes temporadas, el Valencia que llegaba al Bernabéu a asustar o matar, dependiendo del día. Terminaron los dos como los partidos europeos en las prórrogas de abril, jugando a la ruleta rusa con ataques de cuatro para dos, como si se estuviesen prestando una pistola. Fue lo más sintomático de Asensio (el corrector insiste en cambiarlo a Asesino, y cada vez tengo menos ganas de cambiarlo) porque el chico emergía a izquierda y derecha subiendo el balón. Él solo, en un equipo que tiene a los dos mejores centrocampistas del mundo, Modric y Kroos. Con 21 años podría pensarse en una estrella de minutos gloriosos y fugaces, sin mucho fondo y construyendo su personalidad atendiendo a jerarquías. Pero en una falta cogió el balón antes que nadie, sin mirar a ningún compañero, y luego le dijo al portero que fuese a buscar la escuadra mientras él, viejo y diablo, se la dejaba en su palo como los regalos debajo del árbol en Nochebuena.
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