De repente, la final


El miércoles por la mañana recibí un email de Rafa Lahuerta que decía: “Gana el Atleti con gol de Futre”. Por un momento, me pareció el tipo de cosa que podía pasar perfectamente. Si la final se enconaba, yo imaginaba a Simeone volviéndose hacia el banquillo y gritar: “Tú, sal”. Y Futre, con pantalones de calle, un cigarro a medio morir, y zapatos de hebilla salía tal cual, y daba un pase de gol, o lo marcaba él mismo, y nos traíamos el título a casa. ¿Y si Lahuerta sabía algo?, me decía, para animarme. Después de todo, en su día perdió dos finales de Champions con el Valencia. En estos temas, pensaba para mí, Rafa hablaba con la autoridad que proporcionan los fracasos más desoladores.
Pasada una hora me di cuenta de hasta qué punto los veinticinco días que hay entre las semifinales y la final me estaban volviendo loco. Demasiado tiempo para pensar, concluí. Ya había fantaseado con todos los escenarios del partido posibles, y sus correspondientes resultados, adversos y favorables, y que incluían la intervención providencial de Futre, y una cantada de Buyo, para asegurar. No sé en qué momento exacto, ni cómo, pero había atravesado la frontera en la que esperar a la final de la Champions dejaba de ser placentero para convertirse en un suplicio. Existe un límite a partir del cual el placer se estropea de tanto usarlo. Se instala un ruido molesto en tu cabeza que te recuerda que siempre faltan demasiados días para el partido. Casi sin darte cuenta, cada dos horas te vuelves hacia la persona que está a tu lado, o al animal, y le preguntas qué hora es. Me pasó el lunes con mi perra Gilda.
Las finales tendrían que ser de repente, apenas sin tiempo a saber quién juega, como en aquellos exámenes del instituto, aborrecibles y vertiginosos, cuando entraba la profesora en clase y anunciaba: “Hoy, control”. No tenías tiempo a sentir miedo. Morías feliz. Camino de la final, existe un instante en el que solo tienes prisa. Te has aliviado de todo lastre, y deseas que llegue el sábado por la tarde como sea. Incluso pierdes memoria para ganar velocidad. Pequeños trucos. Yo, por ejemplo, ni siquiera recuerdo la final de Lisboa. Hace mucho tiempo de eso. Si me apuran, aún no había nacido.
Ni siquiera recuerdo la final de Lisboa. Hace mucho tiempo de eso. Si me apuran, aún no había nacido
Si hay días absurdos en la vida de una persona son precisamente estos, en los que te cansas de ser feliz, soñando que ganas la Champions. No quiero ni pensar que me muero unas horas antes del partido. Qué injusticia. Precisamente el sábado, por tan poco. Todos deberíamos tener derecho a morirnos en domingo. Para eso están. Muerto y todo, creo que exigiría ver la final, como aquel gentleman inglés, que aguardó una vida entera a que Inglaterra alcanzase la final de un mundial, y tres horas antes, palmó. Por suerte, su hijo le había prometido que lo llevaría a Wembley pasase lo que pasase. “Tú aguanta”, le dijo. Pero no aguantó. Pero eso no importó demasiado. Ya cadáver, el hijo lo subió a una silla de ruedas y, con prórroga incluida, vieron a Inglaterra coronarse campeona. Al día siguiente se celebró el entierro y todos contentos.
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