El minuto idóneo


Nada hay más sencillo que un milagro. No tienes que mover un dedo. Lo hace todo él. Nunca estuvo más confiada la afición del Atlético en esos hechos prodigiosos como ahora. Poco a poco sus milagros han adquirido aspecto normal, incluso anodino, al estilo de esos tipos que por fuera usan un jersey viejo, que hace bolas, y unos pantalones de pana, pasadísimos de moda, pero por dentro pueden llamarse Woody Allen o Philip Roth. El milagro sólo necesita de un minuto idóneo, perfecto, fuera del cual no existe. Sólo tiene un sitio, y si lo encuentra, se produce una gran explosión, que levanta una nube en forma de hongo. Cuando se despeja, el rival descubre que tiene un boquete incurable.
Nadie juega planeando la llegada de ese minuto como el Atlético. Había perdido siete veces consecutivas contra el Barça. Eso era más de lo que se considera agradable. En el Calderón, los nervios le asomaban a la gente a través de la piel, como huesos astillados. Ésta miraba a Simeone en busca de una explicación. El entrenador sugería que el equipo iba por el buen camino. No se podía ir mejor. De algún modo, estaban perdiendo bien. La afición dio por buena la contradicción. Tal vez fuese otro de milagro. Después de todo, el camino a unas semifinales resulta siempre enrevesado.
Este Atlético tiene varios defectos, entre ellos la virtud de creer que ningún rival es inexpugnable; quizá superior, nada más.
Este Atlético tiene varios defectos, entre ellos la virtud de creer que ningún rival es inexpugnable; quizá superior, aunque nada más. Hasta el miércoles, en una de esas noches en las que la oscuridad mueve las hojas, pocos sospechaban que una de las formas de sofocar un incendio es, curiosamente, permitir que avance. Esas siete derrotas parecían estar anotadas en el manual, como parte de lo que, en el fútbol, se llama "coger el tranquillo". Quizá fuesen una catástrofe, pero no eran graves. Te hacían pensar en ese momento de Chinatown en el que un agente de policía, al ver magullado a Jack Nicholson, después de una paliza, le pregunta: “Dios mío, ¿qué le pasó en la nariz?”. “Me corté mientras me afeitaba”, miente Nicholson. “Debe dolerle mucho”, supone el agente, a lo que replica el protagonista: “Sólo cuando respiro”.
Irreductible, al estilo de una enfermedad bonita, sin cura, el Atlético jugó como un cable pelado, por el que se movía la electricidad; era peligroso tocarlo. Le hizo creer al Barça que mandaba en los minutos, mientras a oscuras maniobraba para desactivar al equipo de Luis Enrique igual a una de esas bombas a punto de explotar, llenas de cables de colores y relojes que viajan hacia atrás, casi hermosas. Cuando se dieron cuenta de que había acabado la primera parte y Griezmann había adelantado al Atlético, ya era demasiado tarde. El Barça se había emborrachado con su propio estilo, hasta acabar creyéndose el Barça. El dueño del Bar Chasen, en Beverly Hills, le encontraba el mismo defecto a Humphrey Bogart cuando el actor vivía sus mejores años. Boggie era un tipo encantador hasta eso de las once y media de la noche, cuando empezaba a beber más de la cuenta. “A partir de esa hora no lo aguantaba ni Dios; se creía Humphrey Bogart”.
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