Cruyff y el Señor Balón
Bajo su indumentaria de futbolista se ocultaba un traje de tres piezas y sombrero. Jugaba como una hoja

En el fútbol se necesita una idea, y Él inventó una. Al principio no se entendía, aunque sonaba bien, y los necios más espabilados la refutaban con un gesto para espantar moscas y un explicativo pff. Pero con la certidumbre de su maravilla, acabó por convencernos de algo tan inconcebible como que en ciertos deportes no se trataba de ganar, sin más. Semejante reduccionismo sólo servía para favorecer formas de practicar el fútbol aberrantes, que a menudo obligaban a uno a taparse los ojos para ver enteros algunos partidos. Ganar debía ser apenas un efecto más de su idea. De hecho, en condiciones muy excepcionales, la gloria también podía caer del lado del perdedor, si se atenía a las normas del espectáculo.
Bajo su ideario no convenía obsesionarse con el marcador final. Ante todo, el fútbol consistía en un durante, ancho y largo, en el que debían ocurrir infinidad de pequeñas historias. A la delicada construcción de la belleza, que dejase en el espectador una agradable sensación de bienestar, se llegaba sumando detalles de aparente poca importancia. Pero siempre, la primer regla de su ideario, y casi única, sería dirigirse al balón como Señor Balón durante 90 minutos. El novelista Albert Cossery, que empleaba cada mañana dos horas en acicalarse, se sentaba a escribir en la misma habitación en la que dormía, pero siempre lo hacía en traje, corbata y pañuelo. No se trataba de redactar un buen libro sin más, que también, sino de convocar a la belleza y el espectáculo durante la escritura.
Hay un tipo de fútbol que no dista de esta feliz idea del trabajo. Cuando Él era jugador, bajo su indumentaria de futbolista se ocultaba un traje de tres piezas y sombrero, como correspondía a un superclase. En mitad del regate se detenía, consultaba la hora en el reloj de bolsillo, y si le parecía que se había hecho tardísimo, cambiaba de ritmo y dirección, y precipitaba el fin de la jugada. Se iba con el viento. Jugaba como una hoja. Definía con el traje de boda.
Él concebía el fútbol como un domingo soleado en el que te levantabas tarde, almorzabas, te vestías para salir, y en el estadio te mecías en el filo de la eternidad ante un equipo consagrado a atacar en tromba, con la afinación de una orquesta filarmónica. En su teoría, a un estadio se va a algo más complejo e indecible que a obtener un resultado favorable. Como futbolista, las acciones con las que doblaba a los rivales en dos, igual que a un papel, la velocidad a la que improvisaba y cambiaba de planes, o el hecho de pensar cuando otros corrían, formaban parte de su método para borrar las diferencias entre el fútbol y el arte. Como entrenador, los movimientos de su equipo podían trasladarse a una partitura, de modo que el fútbol también fuese para escuchar, y a la hora de atacar se apreciasen los acordes de violines, oboes, violoncelos, tubas, clarinetes o platillos avanzando en busca de la Historia.
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