Matar y morir en Madrid
Fiesta, ambición y sangre. Eso es lo que pasó en el Bernabéu el sábado


A partir del cuarto gol del Madrid me puse a tuitear un artículo de Rodrigo Fresán sobre American Psycho,que cumple 25 años desde su publicación, y que en algún sentido va de lo mismo que estaba pasando en el Bernabéu: fiesta, ambición y sangre. Hay un instante, cuando arrecian las goleadas, con su ruido característico, muy parecido al de una granizada, en el que sientes la tentación de alejarte del televisor. De un modo casi instintivo te diriges a la nevera, a ver qué hay. Si ese día en la nevera no hay nada, como en la mía, te metes en Twitter a la desesperada, en un movimiento táctico semejante al de poner a jugar al central de delantero en los últimos minutos, por si de milagro caza un balón aéreo.
Recuerdo que cuando la novela de Easton Ellis se editó aquí, el crítico Ramón de España la recibió como “un trabajo sucio que alguien tenía que hacer”, pues el autor retrataba críticamente el modo de vida de los yuppies a finales de los ochenta, víctimas del culto a la apariencia, el consumo y el narcisismo. Y eso aún recuerda más al Madrid, que después de caer en casa contra el Atlético, estaba casi obligado a organizar una carnicería y ponerlo todo perdido para levantar el ánimo de sus aficionados. Cuando las cosas van mal, como indica la distancia que le saca el Barça, divertirse a lo grande ayuda a diluir esa salvaje realidad. Es lo que hizo el Madrid con el Celta, y lo que hacía Patrick Bateman en la novela, que vestía, almorzaba, se drogaba y asesinaba a sus víctimas con extraordinaria sofisticación, y así escapar a su vacío existencial.
En una primera fase, las goleadas producen un efecto reparador. Cada tanto equivale a una pastilla de colores contra el aburrimiento cotidiano de estar a 12 puntos del primero. Marca siete goles, y durante un rato uno se cree que se ha curado de todo, y que otra vez puede salir y beber hasta las ocho de la mañana, cuando encienden las luces de la discoteca y el camarero dice que no sirve una copa más. Entre equipos de primer nivel, las goleadas casi siempre son el resultado de un terrible accidente, en el que coinciden un día aciago del perdedor, que a partir de cierto gol se cae al suelo y se rompe en mil pedazos, y una tarde memorable del rival, que aprovecha los despojos para ensañarse. Es un abuso, ¿pero cómo resistirse a ingerir pastillas de colores?
Cuando se alcanza determinado número de goles, éstos se vuelven ornamentos, al estilo de los objetos que lucen en las estanterías de algunas casas: un portarretratos, unas velas aromáticas, un cactus, un souvenir de Peñíscola, o un mechero en forma de revólver. A partir de cinco tantos es como si el partido se vertiese. Se quiebra una barrera psicológica, y los futbolistas emulan a contables pulsando + en la calculadora con ahínco, por inercia, igual que el protagonista de American Pyscho, que mata sin parar para ahuyentar su hastío, y olvidar que lo tiene todo, y que eso no le sirve de nada.
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