La quiniela de ayer
Nadie se aficionaba a la quiniela por el gusto de hacerse rico y retirarse. Simplemente, era hermoso tener un pequeño vicio.


No sé por qué, un día dejé de hacer quinielas. Cayeron en un lento otoño. En cierto sentido, el fútbol moderno las sacó a la intemperie, como si estorbasen, y ahí se oxidaron en silencio bajo el sol y la lluvia. Hubo un tiempo, sin embargo, que el ritual de rellenar la quiniela en el bar era uno de los dos o tres momentos más emocionantes de la semana. Constituían una suerte de educación sentimental, como ver ciertas películas o fumar algunos cigarros, a escondidas. En el Bar Ricardín, al que iba con mi padre cuando era un niño, había un señor que tardaba tres horas en cubrirla. Cada partido lo hacía pensar hasta ese punto intrigante en el que te preguntabas si acaso el fútbol era metafísico.
Si algún día le salía con soltura, la rompía en trocitos, pedía otro boleto y empezaba de nuevo, trabado, espesamente, como esas tardes que escribes con fluidez, y te detienes porque no saber cómo continúa un párrafo es lo que te alienta a seguir. Primero pedía un café y después, derivando la familia léxica, un licor-café. Cuando caía la tarde se pasaba a la Focknik con tónica, que Ricardín preparaba sirviendo el hielo con la mano. “Poquita tónica”, le recordaba el cliente, que de vez en cuando levantaba la cabeza y, consumido por las dudas, preguntaba: “¿Salamanca-Logroñés?”.
Nadie se aficionaba a la quiniela por el gusto de hacerse rico y retirarse. Simplemente, era hermoso tener un pequeño vicio. Ni entonces ni ahora se tiene un vicio para ganar dinero, sino para perderlo, joderte un poco la vida y a cambio ser más feliz. Aquel boleto te ayudaba a pasar en vilo todo el fin de semana. El miércoles estabas convencidísimo de acertar 12 o 13 partidos, pero al llegar el viernes ya te preguntabas, como si el sentido común sirviese para hacer quinielas, si no habrías hecho mal al poner una X en el Real Madrid-Gijón.
Cuando al fin arrancaba la jornada, en los días en que casi todos los partidos se jugaban a la misma hora, el corazón se te paraba dos veces, de júbilo y pesadumbre. Durante cinco minutos, incluso experimentabas el vértigo de tener 14 aciertos y ser millonario. Pero la triste realidad devolvía las cosas a su sitio, y tú entonabas a Serrat y cantabas “vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas”.
Mi padre me enseñó a rellenar siempre dos columnas de apuestas; una para ganar, en la que si hacía falta apostabas contra tu equipo, y otra para dormir bien por la noche, mientras te decías que el dinero no lo era todo, y que por encima de eso estaba el club. Si un día la pasta del premio se acababa, y eso siempre ocurriría, tu equipo seguiría a tu lado. No podías incurrir en la ofensa de ir contra él en dos apuestas. En la segunda siempre confiabas en su triunfo, para sentirte bien, como cuando Cossío le decía a Francisco Umbral que había que escribir dos artículos al día, uno para vivir y otro para beber.
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