El Festival Verdi de Parma celebra su 25ª edición al amparo de Shakespeare
La gran cita otoñal parmesana ha programado las tres óperas del compositor italiano inspiradas en el dramaturgo inglés y celebró el 212º aniversario de su nacimiento con una versión de concierto de los terceros actos de ‘Luisa Miller’ y ‘Rigoletto’


A finales del pasado mes de agosto, Sergio Mattarella, concedió al Festival Verdi de Parma, que celebra este año su 25ª edición, la Medalla del presidente de la República, convirtiendo así, una vez más, al autor de La traviata o Rigoletto, siquiera por festival interpuesto, en un asunto nacional. “Hablar de Verdi para nosotros, los italianos, es como hablar del padre”, escribió el gran musicólogo Massimo Mila. Desde mucho antes de recibir esta distinción, el Teatro Regio tenía previsto celebrar la efeméride con la programación de las tres óperas de Verdi inspiradas en obras teatrales de William Shakespeare, esto, es Macbeth (1847) y, tras un larguísimo lapso, Otello (1887) y Falstaff (1893), tres destacadísimos exponentes de la feraz creatividad del genio italiano que abarcan casi medio siglo de su producción, desde sus extenuantes “anni di galera” hasta la doble y máxima expresión de su estilo tardío, coronado por dos óperas perfectas que jamás habrían visto la luz si Verdi no hubiera encontrado en Arrigo Boito no sólo al libretista ideal, sino también a alguien que desempeñó al final de su vida un papel muy semejante al de un hijo, por más que nunca dejara de dirigirse al compositor como “Maestro” ni de tratarlo de usted. Él fue una de las poquísimas personas que estaban junto al lecho de muerte de Verdi el 27 de enero de 1901, cuando falleció en su habitación del Grand Hotel et de Milan. Pocas semanas después escribió a Camille Belaigue, en francés: “Verdi ha muerto; se ha llevado consigo una dosis enorme de luz y de calor vital; todos disfrutábamos del sol que irradiaba esta vejez olímpica. Ha muerto magníficamente, como un luchador formidable y mudo”. Porque, amén de un artista genial, Giuseppe Verdi fue también un ser humano excepcional, dos virtudes que no van siempre, ni mucho menos, de la mano. Y nadie expresó mejor esta dualidad que su segunda mujer, Giuseppina Strepponi, cuando se preguntó en 1869, en una carta al editor Ricordi: “¿No es cierto, Giulio, que en Verdi el hombre supera al artista? Hace muchos años que tengo la bendición de vivir a su lado y hay momentos en los que no sé si es más grande mi cariño o mi veneración por él, por su corazón y su carácter”.
“Estoy convencido de que una Italia sin Verdi sería como una Inglaterra sin Shakespeare”, afirmó en un congreso celebrado en Chicago en 1974 el gran compositor italiano Luciano Berio. Y podrían acumularse también las citas en las que Verdi expresa su admiración infinita por el dramaturgo inglés, del que poseía en su biblioteca dos ediciones de sus obras completas: la traducción italiana en prosa de Carlo Rusconi y la francesa de François-Victor Hugo, además de una antología vertida al italiano por Giulio Carcano y de la traducción de algunas obras sueltas de Andrea Maffei. Tanto Giuseppina Strepponi como Arrigo Boito leían en inglés, lo que evitaba también tener que recurrir a traducciones de traducciones. Shakespeare lograba sacar sin duda lo mejor de él, de ahí que considerara que Macbeth era su primera ópera merecedora de ser dedicada a su “amadísimo suegro”, Antonio Barezzi, sin cuyo apoyo incondicional, y dados sus humildísimos orígenes, Verdi habría tenido muy difícil tanto formarse musicalmente como abrirse camino como compositor en los comienzos de su carrera.

También es significativo, por supuesto, que, mucho tiempo después de estrenarse en el Teatro della Pergola de Florencia, el compositor decidiera introducir modificaciones sustanciales para su estreno en París, en francés, en 1865: Verdi sólo revisaba aquellas óperas de las que se sentía especialmente orgulloso y en las que percibía que existía un notable margen de mejora sin desnaturalizar su esencia primera. Los añadidos de la versión de 1865 contienen música, sin duda, de mejor calidad y mayor temperatura emocional, pero no dejan de notarse asimismo como cuerpos extraños en un mar uniforme. Un caso evidente es el monólogo de Lady Macbeth en la segunda escena del segundo acto, pero el aria “La voce langue…” (escrita para París) se aviene mucho peor con su entorno inmediato que la cabaletta “Trionfai!” El Festival Verdi de Parma, siempre amigo de las ediciones críticas, expurgadas de errores, y de ofrecer aquello que suele ser ignorado en otros teatros, ha elegido representar la versión original de 1847, a pesar de sus ocasionales imperfecciones, pero dejando de manifiesto asimismo su perfecta coherencia. Y para acercarla aún más a lo que fue el estreno en el Teatro della Pergola el 14 de marzo de 1847, la programó el jueves no en el Teatro Regio de Parma, sino en el Giuseppe Verdi de Busseto, un teatrito casi de juguete en el que es posible vivir una inmersión operística totalmente diferente de las experiencias a que estamos acostumbrados en las grandes ciudades.
Para que la cercanía entre los cantantes y el público sea aún mayor, Manuel Renga, responsable de la producción, ha ampliado el minúsculo escenario robando tres filas al patio de butacas, que se queda únicamente con cinco, rodeando con una tarima en forma de “u” el, de nuevo, diminuto foso del teatro. En casi todos los momentos clave, cuando las brujas formulan sus predicciones o –más importante aún– cuando se cumplen, Renga sitúa en un lugar visible, iluminada con distintos colores, la palabra “vaticinio”: el cuerpo exangüe y desnudo de Malcolm, semejante a un Cristo recién descendido de la cruz, yacente justo encima de las letras del triste presagio hecho realidad mientras el coro canta “Schiudi, inferno!”, es una imagen impactante cuya potencia visual y expresiva se incrementa exponencialmente en un espacio tan pequeño y con los cantantes y el coro situados a un palmo de los espectadores.
Cuesta ser crítico con una representación hecha con muy pocos medios, con instrumentistas ventiañeros en el foso (los de la Orchestra Giovanile Italiana, apiñados en su mínimo reducto subterráneo), porque en esta vivencia operística de trazas decimonónicas lo que se pierde en perfección se gana en veracidad y las inevitables carencias pueden convertirse incluso en espoletas de grandes virtudes. Con el atrezo de unos pocos matorrales, algunas hojas de roble, una cuidada iluminación y unas máscaras semejantes a las de los mamuthones sardos, Manuel Renga transmite la idea de una naturaleza subvertida por las acciones humanas y, por tanto, amenazadora, desestabilizante. Resuelve muy bien asimismo la muerte de Banco y plasma con discreción y eficacia las apariciones y lo que Verdi llamaba la “fantasmagorìa”. Saca en contextos muy diferentes un extraordinario partido de cuatro bailarines –dos mujeres y dos hombres– que desempeñan múltiples funciones ataviados de distintas formas, incluida las transformaciones del escenario.

Los dos cantantes protagonistas mostraron limitaciones diferentes. Vito Priante, el único integrante del reparto con una importante carrera internacional a sus espaldas, es un barítono con el que, a pesar de su excelente instrumento y de su muy solvente técnica, resulta difícil conectar. Así sucedió en Il prigionero de Dallapiccola o en Le nozze di Figaro en el Teatro Real, en Capriccio en la Ópera Estatal de Baviera o en Don Giovanni en el Festival de Salzburgo. Es siempre profesional y derrocha entrega, pero no construye psicológicamente a sus personajes, tiende a la monotonía expresiva y no repara a menudo en aspectos fundamentales. Un solo ejemplo: nada más matar al rey, Macbeth le dice a su mujer “Tutto è finito” (el equivalente de “I have done the deed” en la tragedia original de Shakespeare). Y, en la partitura, Verdi indica claramente “Con voce soffocata e lento” y sabemos por la correspondencia del compositor con Felice Varesi, su primer Macbeth, que quería que muchos momentos se cantasen casi susurrados, a pesar de lo cual Priante interpretó estas cinco notas, con tan solo un ascenso de semitono sobre la cuarta, como una frase más, privándola de su carácter único y obviando por completo las intenciones de Verdi y los dos adjetivos escritos expresamente por él en la partitura. Cantó mucho mejor el final original del tercer acto, una cabaletta que sería sustituida en 1865 por un dúo con Lady Macbeth, pero, ya moribundo, volvió a dejarnos fríos en su última intervención, “Mal per me”, también suprimida por Verdi en la versión de París.

Los problemas de Marily Santoro son más bien de índole técnico, ya que llega a los agudos recurriendo más a la fuerza y el desafuero que a la colocación adecuada de las notas y, sobre todo, no logra mover su voz con soltura o agilidad, rezagándose a menudo con respecto a la orquesta porque le cuesta imprimir agilidad a sus notas, no siempre pulidas. Sí acertó de lleno imprimiendo una intención muy diferente a la segunda vez que canta “Si colmi il calice”. Causaron una impresión excelente Matteo Roma, un tenor más que valiente y con un timbre muy atractivo, como Macduff y, sobre todo, el joven bajo Adolfo Corrado como Banco, cuyo “Come dal ciel precipita” despierta el deseo de escucharlo en papeles más largos y de mayor enjundia. En el foso, Francesco Lanzillotta dirigió con un permanente pulso teatral, mostrando una sintonía mucho más acusada con los momentos de gran intensidad dramática, como los dos soberbios coros que cierran el primer y el segundo acto. Manuel Renga ha declarado que la frase “Macbeth camina sobre los muertos” ha guiado, casi como un lema, su propuesta escénica y, en medio de los aplausos finales, dos de los bailarines desplegaron y depositaron sobre el suelo, donde habíamos visto poco antes numerosos cadáveres, una bandera palestina. Italia se paralizó el viernes de la semana pasada (obligando a suspender el estreno de Falstaff) por una huelga general convocada en protesta por el brutal genocidio cometido por el ejército israelí. Ojalá que, como en Macbeth, los crímenes no queden impunes, ya que, como nos recuerda Shakespeare, “what’s done cannot be undone”.

El 212º cumpleaños de Giuseppe Verdi se celebró el viernes de dos maneras muy diferentes. Por la mañana, como es tradicional en los últimos años, se depositaron coronas de flores en su gran monumento situado junto al Palazzo della Pilotta. Allí se reunieron, además de las autoridades locales y regionales (con sus preceptivos discursos, incluido el de Luciano Messi, sobreintendente del Teatro Regio, que ejerció de maestro de ceremonias), montones de admiradores del compositor llegados de todo el mundo y muchos parmesanos, incluidos los estudiantes de un colegio. Al final del acto, una versión reducida del Coro del Teatro Regio cantó, como no, “Va pensiero”, el himno oficioso de Italia. Y a modo de despedida, por supuesto, gritos de “¡Viva Verdi!”, cuyo apellido, a modo de acróstico, sirvió también de código de batalla durante el Risorgimento.
Por la tarde llegó el homenaje musical con una gala verdiana en la que, en vez de la habitual selección de arias, coros y oberturas sin orden ni concierto, se habían programado los terceros actos de Luisa Miller y Rigoletto, dos óperas muy cercanas en el tiempo, estrenadas respectivamente en Nápoles a finales de 1849 y en Venecia a comienzos de 1851. Ambos melodramas tienen elementos en común, como el ominoso toque de las campanas marcando la hora y anunciando, al mismo tiempo, la muerte inminente de sus protagonistas y, sobre todo, relaciones cruciales entre dos padres y sus hijas, un tema predilecto del compositor, que perdió a sus hijos muy joven y no dejó nunca de ahondar en la compleja psicología paternofilial. Tanto Luisa como Gilda se despiden in extremis, ya moribundas (asesinada una, envenenada otra), de sus padres. Si Luisa Miller, como escribió Abramo Basevi en 1859 en su estudio pionero sobre las óperas (compuestas hasta entonces) por Verdi, da comienzo a la “nuova maniera” del compositor, un año y cuatro meses después ese nuevo estilo echaba a volar en Rigoletto con unas libertades inusitadas.

Era extraño, por supuesto, escuchar el desenlace completo de dos óperas sin haber escuchado sus antecedentes, pero el nivel de la actuación vocal y la excelente dirección musical de Paolo Carignani (que dejó un buen recuerdo en Madrid cuando dirigió La bohème en 2017 en el Teatro Real) atenuaron la rareza. En Luisa Miller causó una excelente impresión la joven soprano Alessia Panza, formada en la Accademia Verdiana del Teatro Regio, cuya actuación fue de menos a más. Algo atenazada aún en “La tomba è un letto”, donde le costaba apianar, mejoró en el dúo con su padre, en el posterior con Rodolfo y, sobre todo, en el trío final previo a su muerte. Algunos agudos tienden a quedársele ligeramente bajos, pero tiene una voz de enorme calidad y una personalidad ya muy marcada, lo que augura una excelente carrera: fue la más aplaudida al final de la primera parte. Ivan Magri sustituía al anunciado Gaetano Salas y empezó acusando la tensión, con agudos demasiado tirantes. El cantante más experimentado de la tarde, el barítono mongol Ariunbaatar Ganbaatar, es un intérprete sobrio, cuidadoso y atento a no incurrir en excesos, graduando siempre con tino el volumen de su voz. En su breve intervención, Laura Kosovitsa, también procedente de la Accademia Verdiana, dejó también detalles de futura gran cantante.
En el tercer acto de Rigoletto repitió Ganbaatar, de nuevo comedido y quizás en exceso hierático en el terrible final. Davide Tuscano sustituía asimismo a Gaetano Salas y regaló una versión modélica de “La donna è mobile”, cantada con arrojo y excelentísima técnica. Giuliana Gianfaldoni fue, como Panza, de menos a más, y nos obsequió con los mejores pianissimi de la tarde y detalles de fraseo de alta escuela en el dúo final con su padre, ya a punto de morir. Teresa Iervolino otorgó una inusual entidad vocal y teatral a Maddalena (también en el extraordinario cuarteto “Bella figlia dell’amore”, uno de los grandes milagros verdianos), mientras que Francesco Leone fue un Sparafucile tan solo suficiente. El coro intervino parcamente en Luisa Miller y casi de manera testimonial en Rigoletto (traduciendo onomatopéyicamente el ulular del viento previo a la tormenta). La orquesta fue dirigida con nervio por Paolo Carignani, cuyos gestos no son especialmente estéticos (su cuerpo es mucho más elocuente que su batuta), pero que consigue resultados estilísticamente convincentes y dramáticamente muy solventes. Sus conterráneos felicitaron a Verdi por su cumpleaños de un modo mucho más original que de costumbre, aunque decididamente trágico.
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