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Asmik Grigorian, estrella meteórica de la ópera: “Antes de salir a escena caliento la voz con Lady Gaga”

La soprano lituana protagoniza el ‘Otello’ de Verdi en su esperado regreso al Teatro Real de Madrid

Verdi llegó a encolerizar durante los ensayos del estreno de Otello en 1887. “Tutto è scritto!”, se le oía gritar en La Scala de Milán mientras agitaba la partitura en el aire. En ella dejó anotado que Desdémona debía abstenerse de cualquier artificio vocal que la distrajera de su larga e íntima plegaria. “Empatizo con el sufrimiento de esta mujer, pero para mí no es la mártir ingenua y frágil que a menudo se representa”, discrepa la soprano lituana Asmik Grigorian (Vilna, 44 años), que defenderá el rol en su esperado regreso al Teatro Real el 19 de septiembre a lo largo de seis funciones. “Estamos ante una joven que busca desesperadamente una salida a su dolor. Y en su forma de enfrentarse a la muerte hay una mezcla de bondad y valentía, de convicción y autoridad”.

Entre la santa doméstica que concibió Verdi y la víctima de violencia de género sobre la que gira el montaje del director de escena neoyorquino David Alden, la cantante asegura haber encontrado margen para introducir algunos matices que no restan gravedad al feminicidio del último acto. “La cultura de los celos y de dominación masculina está ahí, por supuesto, pero no podemos pasar por alto esa fuerza interior que la lleva a amar sin límites”. No es la primera soprano que cuestiona el carácter pasivo y sumiso de la víctima de Otello sin otra intención que la de llevarla a su terreno. “Para poder interpretarla necesito reconocerme en ella, subrayar sus gestos de grandeza y preguntarme, al fin, ¿pueden las personas que más amamos hacernos daño? La respuesta es sí”.

Tampoco cree Grigorian que la —tantas veces polémica— cuestión racial del protagonista revista especial interés. El propio Alden recordó en rueda de prensa que en el libreto de Arrigo Boito el color de piel de Otello queda diluido en un conflicto interior que no requiere maquillaje alguno, a pesar de que tradicionalmente se haya oscurecido el rostro del general extranjero al servicio de Venecia. “Me parece absurdo que en algunos teatros se prohíba a los cantantes blancos interpretar el papel”, opina la soprano sobre las políticas anti-blackface. “Crecí en Lituania siendo armenia y tuve problemas, como los ha tenido mi hijo. Pero ¿de qué sirven esas experiencias si seguimos ahondando en todo lo que nos separa en lugar de poner en valor nuestras diferencias?”.

Los padres de Grigorian se ganaron la vida como cantantes de ópera. El ya fallecido Gegham Grigorian cosechó ovaciones como tenor verdiano en el Teatro Mariinski de San Petersburgo e Irena Milkevičiūtė triunfó como Aída en la Ópera Nacional de Lituania. Ambos presenciaron su debut en el Don Giovanni que dirigió Jonathan Miller en 2004. “Llegué a los escenarios casi sin darme cuenta, tras algún que otro brote de rebeldía durante la adolescencia”, recuerda. “Como niña conocí de primera mano las muchas renuncias que conlleva esta profesión. Y de mayor comprobé lo difícil que resulta, como mujer y cantante, llegar a formar una familia. Por eso, cuando algunas noches me despierto llorando, sé que la única persona que me puede entender es mi madre”.

Habla Grigorian con la misma intensidad con la que ha defendido las arias más exigentes de Salomé, Madame Butterfly o Lady Macbeth en los grandes teatros, de la Staatsoper de Viena al Festival de Salzburgo. “No puedo evitar la conexión emocional con los personajes”, se sincera en su camerino. “En cuanto me meto en el papel, siento cada palabra del texto como si me estuviera ocurriendo a mí en la vida real”. Su poderosa presencia escénica no compromete, sin embargo, la exquisitez de un instrumento cargado de matices. “La belleza del canto lírico reside en la sencillez de la técnica y la naturalidad de la emisión”, sostiene. “No entiendo que hoy en las escuelas se enseñe a los jóvenes a cantar forzado, como si tuvieran dos patatas calientes en la garganta…”.

En 2020 cautivó al público del Teatro Real en su primera aparición en Madrid como la ninfa acuática de Rusalka de Dvorák. Fue en la misma producción de Christof Loy que se vio en junio en el Liceu, donde volvió a hacer alarde de una insólita destreza como bailarina. “Reconozco que, a cierta edad, tiene su mérito ponerse en puntas”, se jacta. “De pequeña soñaba con dedicarme al ballet y supongo que esa inquietud me permite proyectarme de una manera muy física en la música”. Y no solo la de los nuevos papeles (como las ya agendadas Carmen de Bizet e Isolda de Wagner) que prepara a conciencia con su profesor de canto. “Cuando hace cinco años me saqué el carné de conducir descubrí grupos fantásticos, como los Sex Pistols, que no pude escuchar en mi juventud”.

No es la única licencia que se permite fuera de repertorio. Estos días, antes de los ensayos con el maestro Nicola Luisotti, el tenor Brian Jagde (en su debut como Otello) y el barítono Gabriele Viviani (Iago), Grigorian calienta la voz con canciones de Lady Gaga. “Otras veces recurro a Whitney Houston para colorear ciertos pasajes”, asegura la soprano, que el 30 de septiembre ofrecerá, también en el Real y acompañada al piano por Lukas Geniušas, un recital de canciones de Chaikovski y Rajmáninov. “Me entristecería que alguien pudiera interpretar esta elección como una declaración política”, lamenta la soprano, que en 2016 encarnó a Desdémona a las órdenes de Valery Gergiev. “Estoy en contra de la guerra, pero me niego a que la música se utilice para seguir levantando muros”.

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