Caudillos que se ponen a juntar letras
Además de gobernar con tenebrosas decisiones, los dictadores se han aplicado en la escritura editando libros o artículos. Ahora, un texto analiza la faceta literaria de estos déspotas, de Hitler a Putin pasando por Franco


Son tiempos de aires despóticos. Hasta hace unos años ―al menos en Occidente―, la percepción de la figura del dictador sangriento era una catastrófica particularidad en vías de extinción. Extrañamente, ya no se siente así. Con otro estilo, otras tácticas y otras armas, esas figuras tenebrosas perviven. Hace apenas unos días Vladimir Putin, Xi Jinping y Kim Jong-un disfrutaban en Pekín de una de las exhibiciones de poder militar más abrumadoras que se recuerdan. Más allá de la geopolítica y los negocios, los tres mandatarios coinciden en presidir sus respectivos países sin ningún tipo de control democrático: Putin lleva más de un cuarto de siglo dictando los pasos de la nación más grande del mundo, el gran jefe chino conduce sin apenas oposición un territorio que alberga más del 17% de la población del planeta desde 2013 (y el partido comunista chino, desde 1949), y Kim Jong-un manda en Corea del Norte desde 2011, aunque la dinastía Kim supere los 75 años en el poder.
Hay otras efemérides. Hace poco se cumplió un siglo de la publicación de Mein Kampf y en breve se cumplirá medio siglo de la muerte del dictador Franco. A Hitler y a Franco les une una historia de ignominia ―cada uno a su estilo y con resultados diferentes―, pero también una estrafalaria querencia por las letras. Y no anduvieron solos en esto. Muchos otros dictadores también publicaron obras.
El escritor Daniel Kalder quiso averiguar si existe un, digamos, canon literario dictatorial, y se pasó varios años leyendo una amalgama de teoría política, poesía, crítica de arte, piezas periodísticas y hasta novelas románticas redactadas por dictadores. El resultado lo ha plasmado en The Infernal Library: On Dictators, The Books They Wrote And Other Catastrophes Of Literacy (Henry Holt and Company, 2018).

Leyó de principio a fin Mein Kampf ―que tenía una edición en Braille y una lujosa “edición nupcial” para recién casados―, los diarios de guerra de Mussolini, el Libro Rojo de Mao y también los versos juveniles de Stalin, un tipo que quedó tan impresionado por la novela de Alexander Kazbegi El parricidio (1882) que se cambió el nombre por el de Koba, en honor al personaje principal, y utilizó ese seudónimo durante toda su carrera inicial. También se agenció y estudió los artículos de opinión de Francisco Franco, El libro verde de Gadafi, la novela romántica Zabiba y el rey, de Sadam Hussein, y hasta un tratado de Kim Jong-il, ex líder supremo de Corea del Norte y padre de Kim Jong-un, titulado Sobre el arte del cine.
Tras tan extremo ejercicio ―“Una odisea a través de la larga y oscura noche del alma dictatorial”, según propias palabras―, las noticias no son buenas: le asombró la literalidad de Hitler sobre lo que planeaba hacer (para el historiador Konrad Heiden, Mein Kampf es una dolorosa prueba de la ceguera y la complacencia del mundo, porque sus páginas ya anunciaban un programa de sangre y terror “de una franqueza tan abrumadora que pocos de sus lectores tuvieron el valor de creerlo”).
A su vez, Kalder reconoce de Mussolini alguna lograda descripción de la situación de brutalidad y desesperación durante la Primera Guerra Mundial. Pero, en general, lo que encontró fueron arengas como ladrillos, cursilerías, fanfarronadas y desvaídas páginas de un tedio infinito. Acerca del ensayo de Mao Sobre la contradicción, publicado en 1937, Kalder escribe que “es tan intrincado como inútil”. “Leerlo es como contemplar un modelo detallado de un barco dentro de una botella: te preguntas cómo su creador llegó hasta allí, al tiempo que piensas que la energía habría estado mucho mejor empleada haciendo otra cosa”.

Pero, ¿de dónde proviene esta ligazón entre libros y dictadores? Parece un fenómeno extraño, pero quizás no lo es tanto. Al fin y al cabo, muchos de ellos fueron escritores radicales o periodistas antes de convertirse en oscuros líderes. “Mussolini fue un editor y periodista de gran éxito, Lenin fue un prolífico escritor de obras sobre política revolucionaria, Stalin fue un hábil editor, Mao incursionó en la poesía...”, revela Kalder en conversación por correo electrónico. Sentían una veneración por la palabra escrita, y pensaban que controlando los textos podrían “diseñar almas humanas”, según la famosa fórmula de Stalin.
La actitud letraherida de los líderes más poderosos se contagió a muchos dictadores del mundo en desarrollo que, según Kalder, “sufrían de ansiedad por el estatus”. Por eso, probablemente Gadafi escribió su Libro Verde como respuesta al Libro Rojo de Mao, pero otros escribían como medio de expresión personal. Sin ir más lejos, Hussein —que fue autor de obras tituladas El castillo fortificado, Los hombres y la ciudad y Demonios pasados— en su novela Zabiba y el rey “refleja claramente la agitación que experimentaba tras la primera guerra del Golfo; su editor cuenta que seguía escribiendo incluso cuando los soldados estadounidenses se acercaban a Bagdad y se acercaba su fin”, apunta Kalder.
Franco, director de revista
Respecto al dictador Franco, hay que recordar su incursión no menor en el articulismo y el hecho de que era suyo el carnet número uno de la Asociación de la Prensa. En su juventud colaboró en periódicos militares como El Telegrama del Rif y ejerció de director de la Revista de Tropas coloniales, donde se mostró como “un gran admirador del integralismo portugués de Antonio Sardinha y del nacionalismo integral de Charles Maurras. Es decir, de un Estado tradicional, antiliberal, corporativo y medievalista”, explica Juan Carlos Sánchez, catedrático de Periodismo de la universidad Carlos III de Madrid.
Una vez concluida la sangrienta guerra civil española, Franco retomó su vocación literaria y periodística. Sus obras más conocidas son la novela Raza. Anecdotario para el guion de una película, firmada bajo el seudónimo Jaime de Andrade, publicada en 1942 —e inmediatamente transformada en largometraje—, y sus colaboraciones en los años 50 con diversos nombres (Jakim Boor, Hispanicus, Macaulay) en diarios como el falangista Arriba, donde publicó más de 90 artículos.
“En sus escritos”, según el testimonio de Enrique de Aguinaga, “se notaba mucho la mano del almirante Luis Carrero Blanco, quien fuera su más estrecho colaborador durante décadas. Entre los militares de su generación fue muy frecuente el prurito literario, sobre todo en forma de relatos autobiográficos y colaboraciones periodísticas ocasionales. Una especie de desahogos de corto alcance”, revela Sánchez, autor, junto con Daniel Lumbreras, del estudio Francisco Franco, articulista de incógnito (1945-1960).
Desahogo o no, los escritos siempre ofrecen alguna pista del autor. En la actualidad no hay bigotes extraños à la Hitler o Mussolini, ni (casi) alocuciones histéricas y amenazantes, pero la flagrante falta de libertad personal, política o social —en muy diversos grados de ferocidad— permanece en más de 50 países del mundo. Y, como no puede ser menos, en este siglo XXI florecen obras de caudillos y mandatarios oscuros: desde Eritrea Isaias Afwerki escribe Mi lucha por Eritrea y África; desde Corea del Norte Kim Jong-un conduce Hacia la victoria final, Xi Jinping saca libros en China —y muchos otros países, en diversos idiomas— con títulos tan poco comerciales como Asegurar una victoria decisiva en la construcción de una sociedad moderadamente próspera en todos los aspectos y luchar por el gran éxito del socialismo con características chinas para una nueva era, y Vladímir Putin, que a principios del 2000 publicó Judo. Historia, teoría y práctica, en 2023 lanzó Nuevo orden mundial.
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