Lecciones de vida con Angélique Kidjo, la gran voz de África
La influyente artista de Benín celebra 40 años de “música y activismo” con un disco de homenaje a su madre y su apuesta por la “amabilidad” frente al odio y el materialismo


Todos consideran sin excepción a Angélique Kidjo como la cantante y compositora más importante de todo el continente africano, más aún desde que su gran mentora, la sudafricana Miriam Makeba, falleciera en 2008 y dejase vacante el cetro de “Mamá África”. Pero si existe algo más emocionante que escuchar obras maestras del afropop como Djin djin (2007), Oyaya! (2004) o, sobre todo, Black Ivory Soul, de 2002, es conocer de sus propios labios las motivaciones más íntimas que le llevan a seguir recorriendo medio mundo con los mensajes de amor, respeto y tolerancia. Aprovechando su reciente visita al Womad de Cáceres y su tenaz determinación de “vencer el agotamiento que supone pasar media vida en los aeropuertos”, la artista de Benin accedió a explicar a este periódico por qué estos 65 años que la contemplan desde julio no serán en ningún caso sinónimo de jubilación. “Tengo la obligación de dejarle a mi hija, de 32 años, un mundo de concordia que se parezca mínimamente al que le prometí de pequeña. Nadie es inmune al odio que se está extendiendo ahora mismo por todas partes, así que, como artista, debo confrontar con el poder y decirle a todo el que quiera escucharme: es hora de que despertemos”.
Angélique encarna el sueño de cualquier entrevistador: jamás dejará una pregunta en el limbo ni la sorteará con respuestas perezosas, escuetas o imprecisas. También la mayor de sus pesadillas: es de una locuacidad irrefrenable y caótica, por lo que cualquier intento de planificar la conversación está abocado al fracaso. Con todo, tres cuartos de hora de charla dan para desbrozar mínimamente el ideario ético y estético de una mujer que presume de ser la séptima de diez hermanos. Y que hace girar sus más firmes creencias en torno al “amor al planeta como el hermoso ser vivo que nos abraza a todos” y al papel de la familia en el aprendizaje y la transmisión de valores.

“Yo no sé por qué hago música”, exclama con una vehemencia lúcida que caracteriza todo el encuentro. “Nunca pensé en convertirme en cantante: era un don que estaba ahí, y cualquier don debe servir para compartirlo y hacernos mejores como seres humanos. Mis padres estaban preocupados conmigo porque no construí mi primera frase hasta casi los cuatro años, pero antes de eso ya canturreaba sin parar”.
— ¿Y pasó de no hablar a ser una niña charlatana?
— Desde el primer momento. Hablaba tan rápido que mi madre me decía: “Ojalá hubieras seguido cantando, porque ahora nos tienes agotados de tanto escucharte”. Me apodaron “Cuándo, por qué y cómo” porque no paraba de interesarme por todo, hasta el extremo de que los mayores de la familia se dispersaban en cuanto me veían aparecer para que no los friera a preguntas. Y mi padre los reñía: “Os sentáis y la respondéis. ¿Cómo queréis que aprenda la niña, si escapáis de ella?”.
La curiosidad ha sido, desde entonces, el carburante primordial en la vida de Kidjo, una de esas personas que no dejan de observar el mundo y empaparse con la sabiduría del prójimo. Lo comprendió desde muy pronto, aunque entonces no se diera cuenta, gracias a un padre que debía de ser tan insaciable como ella a la hora de aprender. “Papá no hablaba español, pero, siendo yo todavía muy pequeña, él cogía su banjo y me cantaba Cucurrucucú Paloma. Me repetía que él no era lo bastante rico para enviarme de viaje por medio mundo, pero que podía traerme el mundo a casa a través de la música. Esa enseñanza es hoy la mayor riqueza que puedo entregarles a quienes vengan después”.
Si la figura paterna resultó decisiva, la de la madre es aún más imprescindible a la hora de comprender a la que hoy es, con seguridad, la artista más influente e internacional del continente negro. “Mamá accedió a formar una familia numerosa, pero avisó de que nunca abandonaría su gran pasión, el teatro”, revela. “Fundó y dirigió una compañía teatral y, justo antes de cada función, los animaba a todos con una frase a modo de amuleto: ‘Haced que volvamos bien a casa”.
Kidjo la perdió hace cuatro años y ultima ahora un álbum a modo de homenaje monográfico, pero en los momentos cotidianos de duda o zozobra intenta rememorar sus consejos e imaginarlos con su propia voz. “Cada vez que me dispongo a pisar el escenario”, detalla, “sobre todo si estoy muy cansada, escucho cómo me insiste: ‘Tu cuerpo puede estar fatigado, pero el espíritu ha de permanecer desnudo y atento a cualquier estímulo”.
— ¿Y cuál era su mejor recomendación para la vida, más allá del escenario?
—Una muy hermosa. Su frase favorita era: “La amabilidad es un chaleco salvavidas”. Y tenía razón. ¿Quién puede matar la amabilidad? ¿Quién puede disparar contra una sonrisa? Hay que estar loco para llegar a eso.
El disco sobre el legado materno comparte prioridades en la mente de Angélique con su reciente concierto en el Royal Albert Hall londinense para conmemorar “40 años de música y activismo”, que puede disfrutarse bajo demanda en la propia web de la artista y representa el más reciente coqueteo de la beninesa —siempre omnívora a la hora de compartir experiencias con otros músicos— con el mundo orquestal. Ella, que tan pronto colabora con el eminente compositor Philip Glass como con el genio del funk Nile Rodgers, se sonríe cuando le preguntamos por la música clásica. “La primera vez que me llamó Timothy Walker, el director de la Filarmónica de Londres, no pude por menos que pensar: ¿Qué se ha fumado este tío?”, admite. “Y los ensayos iniciales fueron poco alentadores, me sentía incapaz de integrarme y escuchar todo lo que sucedía allí. Hasta que di un paso atrás y comprendí que todo aquel prodigio de armonía también tenía valor como metáfora. Que 110 personas puedan tocar una música tan hermosa guiándose solo con el movimiento de una pequeña batuta es un ejemplo de esperanza en la sociedad. Somos seres resilientes y hemos venido a esta tierra tan bella para resistir, existir y perseverar”.
¿Queda margen para la esperanza, pese a todo? Kidjo, de quien Bill Clinton dijo que “solo su corazón es aún más grande que su voz”, quiere pensar que sí. La mujer que atesora cinco premios Grammy, la embajadora de Unicef, la nieta de una curandera que la despertaba todas las mañanas a las cinco para que la acompañara a recoger hierbas y a comprender que cualquiera de nosotros solo es “una pequeñísima parte de la naturaleza”, dice contemplar muchos rostros jóvenes entre el público de festivales como el Womad.
“Subestimamos la capacidad de los jóvenes para pensar por sí mismos”, exclama a modo de epílogo. Y cuenta una historia más de su inmenso catálogo de vivencias alucinantes. “Hace poco, en una escuela primaria de Jacksonville, en Wyoming, una profesora me pidió que le diera una charla a sus alumnos, de entre 9 y 16 años, porque les había gustado mucho mi autobiografía [Spirit Rising, My Life, My Music]. Les pregunté qué les gustaría ser de mayores. Una de ellas dijo que abogada de derechos humanos, porque quería vivir en un mundo donde al salir de casa viera gente y no solo beneficios y ganancias. Tenía 12 años”. Toma aire, casi a punto de romper a llorar, y prosigue: “La segunda en levantar la mano dijo que se conformaba con que no le gritasen a cada rato: ‘Vuelve a tu país’. Era hija de una latinoamericana, una trabajadora de la limpieza. Y no hay derecho a que en un mundo avanzado sigan sucediendo episodios así”.
¿Qué hacer, estando así las cosas? “Hemos estado preocupándonos por cosas mucho menos importantes que el bienestar de los niños y ahora se merecen que los escuchemos”, insiste la artista. Y, no sin antes saludar personalmente a todos los trabajadores del festival con los que se cruza, pone rumbo a la furgoneta que espera a la salida.
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