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Música
Crónica
Texto informativo con interpretación

Van Morrison, religión para agnósticos en las Noches del Botánico

El casi octogenario mito norirlandés, tan huraño como siempre, inaugura el festival madrileño con 90 minutos fabulosos de enseñanzas esenciales

Van Morrison, durante su concierto de anoche en Madrid.

Hasta a los animales más fieros de la sabana se les puede dulcificar el carácter cuando enfilan las últimas curvas del camino, pero los leones norirlandeses, a lo que se ve, conservan la planta fiera y huraña por muchos quinquenios que les soporte ya la osamenta. Van Morrison es probablemente el único artista del planeta Tierra capaz de inaugurar un espectáculo no ya con puntualidad meticulosa, sino cinco minutos antes del horario estipulado, con algún que otro millar de espectadores aún averiguando por dónde demonios caían sus butacas. Pero la grey de este caballero es tan fiel y obediente que transige con desplantes y gestos desabridos a sabiendas de que en los 92 minutos siguientes pueden acontecer sucesos extraordinarios. Y tal fue el caso.

Apenas había transcurrido un cuarto de hora cuando el de Belfast se sentó frente a un piano Rhodes, circunstancia ya de por sí poco recurrente, para honrar a su amado Ray Charles con una versión de What Would I Do, un tema que no figura ni entre los 125 más habituales en su historial de directos. Y se produjo, adivinaron bien, el primero de los varios momentos fabulosos que iba a depararnos esta noche con un genio siempre impredecible (salvo en el carácter). Un artista que apela a las esencias del soul, el rhythm ‘n’ blues, el jazz, el folk y hasta el country para acabar elevando un discurso tan irrepetible como patrimonial. Porque lo suyo no son unas cuerdas vocales, sino una piedra Rosetta para desentrañar por qué siguen emocionándonos tanto los grandes géneros del siglo XX.

Mencionábamos la noche y era solo una manera de hablar, porque al viejo George Ivan le gusta actuar a plena luz del día y arañó, en efecto, hasta el último rayo para no tener que despojarse de sus sempiternas gafas de sol. Pero este hombre no vino al mundo ―80 años hará de aquello el próximo 31 de agosto― para conquistar ningún premio Naranja, sino para mejorar sustancialmente la experiencia de usuarios en nuestra condición de seres vivos. Solo bajo los auspicios de alguna alienación interplanetaria puede explicarse que un casi octogenario conserve ese vozarrón poderoso, torrencial e inquebrantable.

Aunque todavía resulta más difícil de concebir que un artista con medio centenar de álbumes y seis décadas largas en la hoja de servicios conserve esa capacidad para no repetirse un solo día, para perforarnos el alma con una inverosímil intersección entre In the Afternoon y Raincheck o emprender un Real Real Gone tan vitamínico como para desembocar en Sam Cooke y ese You Send Me empapado en improvisación y amor químicamente puro.

Un momento del concierto de Van Morrison y su banda, anoche en Madrid.

Hicieron bien las 4.000 almas que pulverizaron las entradas para esta primera cita del festival Noches del Botánico, y alguna de ellas quizá haya aunado suficiente pasión vanmorrisoniana, una economía doméstica saneada y habilidades en las colas virtuales como para repetir este jueves, ante la casi total certeza de que el maestro solo se repetirá en su lacónica presencia desabrida. Todo lo demás depende del humor, el pálpito y el instinto de nuestro viejito, a sabiendas de que sus fabulosos nueve músicos acompañantes están vacunados contra el vértigo, empezando por ese saxofonista descomunal que responde al nombre de Christopher White.

El repertorio se decide y anuncia sobre la marcha, así que tan pronto podemos pisar tierra firme con el inmortal Days Like This (que cumple ya 30 años, aunque nos parezca inconcebible) como encontrarnos con que un tipo que atesora más de 500 títulos originales acabe desgañitándose mientras encadena versiones: desde la tradicional irlandesa Green Rocky Road a Hank Williams (Cold Cold Heart), con escala intermedia en No Other Baby, paradigma de su amado skiffle de los años mozos.

¿Contábamos con que sucediera tal cosa? Puede que no, pero a los conciertos de Van Morrison conviene acudir con la mente en blanco, los oídos muy abiertos, el teléfono sin batería y el eremita que todos llevamos dentro apoderándosenos del alma. Rueguen a sus acompañantes que pospongan los chismes para cuando haya acabado todo, porque un comentario a destiempo puede privarnos de un gesto, un aullido, un soplido de armónica o cualquier súbito arrebato con ese saxofón que a Morrison le suena áspero y casi afónico, tosco pero al tiempo fabuloso e inconfundible.

Van Morrison, durante su concierto anoche en Madrid.

Las inmundicias de la vida propia, y no digamos de las ajenas, bien pueden esperar si lo que se dirime delante de nuestras narices es lo más cercano a la religión que experimentaremos los agnósticos. Y el autor de Moondance (que, por supuesto, no sonó: en el capítulo de grandes éxitos hubo que conformarse con Wild Night, Cleaning Windows y el habitual cierre con Gloria) sabe cómo convertir lo mundano en trascendente, de qué manera lograr que un simple amor fugaz o esos recuerdos juveniles de sus mañanas como limpiacristales acaben convirtiéndose en destellos de luz que dan sentido a nuestros días.

Cómo no vamos a consentirle la antipatía. Hay gente que vaga por el mundo sin abrir la boca, pero Van, acaso complacido por el sentido del asombro que iba afianzándose en los jardines de la Universidad Complutense, acabó murmurándonos frente al micrófono: “Thank you”. Qué más se puede pedir.

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