‘El jockey’: Kaurismäki tiene un hijo (i)legítimo en Argentina
El argentino Luis Ortega, director y creador de ‘El ángel’, pretende que estemos siempre delante de una película, y no de algo parecido a la vida

Desde su primera secuencia, aun antes de que aparezcan los créditos, El jockey huele a cine de Aki Kaurismäki. Hay en su composición frontal, en sus interiores decadentes de bar humeante y tiempo detenido, una resonancia directa con ese universo finlandés de rostros imperturbables y melancolía contenida. La canción que suena de fondo, la cadencia precisa en el montaje y la saturación del color nos sitúan en un homenaje que no tarda en volverse declaración de estilo. La explicación aparece más tarde: el director de fotografía no es otro que Timo Salminen, habitual colaborador de Kaurismäki, que aporta aquí su sello inconfundible.
Esta filiación estética inicial no es solo visual: también lo es interpretativa. Las actuaciones —con Nahuel Pérez Biscayart al frente, y la presencia española de Úrsula Corberó— adoptan una distancia emocional tan marcada que la comicidad, cuando asoma, lo hace desde lo físico, desde la tradición impávida de Buster Keaton. Todo esto, sin embargo, filtrado por el prisma de un Buenos Aires deformado, elegante y ajeno al realismo, donde el artificio es norma y donde Luis Ortega, su director —creador de El ángel (2018)—, pretende que estemos siempre delante de una película, y no de algo parecido a la vida.

Ahora bien, justo cuando el espectador parece instalarse en ese registro glacial y sutil, la película cambia de carril. Lo que era cine minimalista de autor se torna melodrama camp. El jockey del título, alcohólico, drogadicto y autodestructivo, entra en un proceso de transformación de género y deriva emocional que lleva la historia a territorios más propios de Pedro Almodóvar, con personajes coloristas y erotismo difuso. En esa segunda mitad, El jockey abraza el exceso, pero nunca del todo. Hay algo contenido en su desborde, casi culpable, además de una cierta morosidad, que impide la auténtica liberación emocional o narrativa.
La presencia de elementos surrealistas —una hormiga errante por un rostro singular, gallos que se insertan en escenas clave— apunta hacia Luis Buñuel y sus animales como constante bestiario, aunque sin su veneno. Y surge además un halo de cine negro, corrupción, cinismo, fatalismo, persianas venecianas y siluetas recortadas en claroscuros. Así, brota un neonoir melodramático desestructurado, que resulta estimulante solo fugazmente a causa de su débil hilo conductor. La narración se va deshilachando a medida que el relato avanza, como si su propia libertad formal se volviera una trampa.
Ortega no transita caminos convencionales, y eso siempre es un mérito en estos tiempos de uniformidad. Pero, en su afán referencial, El jockey se pierde un tanto en la forma. No hay aquí una reflexión de fondo, un subtexto verdaderamente consistente, un conflicto dramático que se imponga por sí solo. La película no parece ir de nada. El viaje personal del protagonista, atrapado entre su decadencia y su identidad en transición, se nos presenta con tal despliegue de estilo que se torna, paradójicamente, vacío. Y no todo tiene la misma potencia visual. Junto a secuencias estupendas —una coreografía absurda en un club nocturno—, otras parecen bocetos sin terminar. Y aunque su capacidad de riesgo es innegable, también lo es su falta de autenticidad.
El jockey
Dirección: Luis Ortega.
Intérpretes: Nahuel Pérez Biscayart, Úrsula Corberó, Daniel Giménez Cacho.
Género: melodrama. Argentina, 2024.
Duración: 97 minutos.
Estreno: 30 de mayo.
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