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Alemania y los herederos del káiser entierran la disputa por el viejo patrimonio imperial

Los tesoros de los Hohenzollern seguirán en manos públicas. El caso ha reavivado las evidencias por la colaboración de la familia con los nazis

Jorge Federico de Prusia, con su mujer e hijos el día 9 en Berlín.
Marc Bassets

El fantasma de los Hohenzollern, la dinastía imperial que contribuyó a llevar a Europa la catástrofe de la Gran Guerra, perdió el trono en 1918 y después colaboró con Hitler en la todavía mayor catástrofe del nacionalsocialismo, sigue planeando sobre Alemania. Es débil y hace tiempo que dejó de imponer ningún respeto particular; su lugar se hallaba más en las páginas de las revistas del corazón que en la política. Pero los Hohenzollern albergaban otras aspiraciones. Durante décadas, no dejaron de reclamar lo que consideraban suyo: las propiedades y obras que se les expropiaron después de II Guerra Mundial. El actual jefe de la casa, Jorge Federico de Prusia, tataranieto del último káiser, llegó a pedir en 2019 el derecho a residir en el palacio de Cecilienhof, el mismo donde hace 80 años se celebró la conferencia de Potsdam. Después se retractó.

Y ahora los Hohenzollern, de un lado, y los representantes del Estado y los länder, del otro, han enterrado definitivamente el hacha. El 12 de mayo, el Gobierno federal anunció en un comunicado la creación de la Stiftung Hohenzollernscher Kunstbesitz, una fundación que, bajo el control por los poderes públicos, ostentará la propiedad de los bienes en disputa entre la vieja familia imperial y el Estado.

“El gran beneficiado es el público, que podrá seguir viendo las magníficas colecciones en los museos”, celebró el ministro alemán de Cultura, Wolfram Weimer. El heredero, el príncipe Jorge Federico de Prusia, declaró: “Para mi familia y para mí era importante que este patrimonio cultural estuviese seguro y disponible para el público”. Entre las piezas que irán a la nueva fundación figuran obras de maestros como Lucas Cranach el Viejo o los muebles barrocos de marfil del Gran Elector de Brandeburgo.

El antiguo pabellón de caza de Grunewald, en Berlín.

Los Hohenzollern no se van con las manos vacías. Se quedarán con algunas piezas clasificadas por los expertos como “descartables” (2.122 monedas y medallas y unos centenares de muebles, cuadros, porcelanas, pantuflas y latas) y obtendrán siete valiosas cajas de tabaco de Federico II de Prusia, además de la inversión para la renovación del castillo de Hechingen. No es poco ―el semanario Der Spiegel, que ha revelado los detalles del acuerdo, cifra estas contraprestaciones en varios millones de euros―, pero está lejos, muy lejos, de lo que pretendían. Lo esencial seguirá siendo público, blindado a partir de ahora ante nuevas reclamaciones.

Es el fin de una disputa jurídica y política que, de haberse resuelto en favor de lo que originariamente exigían los Hohenzollern, habría amenazado la viabilidad de museos públicos de la ciudad-Estado de Berlín y el Estado federado o land de Brandeburgo. Lo que estaba en juego, según el citado semanario, era algo más que “mucho dinero, muchos edificios y muchas más obras de artes”. Se trataba de otra cosa: el papel de la dinastía en la historia alemana.

Hay que remontarse, para entender el origen del pulso jurídico-político, a principios de los años 90, cuando desaparece la República Democrática Alemana (RDA). La reunificación provocó un alud de reclamaciones por propiedades en la Alemania de Este, expropiadas después de la guerra por el régimen comunista. Uno de los que reclamaba era Luis Fernando, abuelo del actual príncipe. Existía, en paralelo, otra disputa que se remontaba a 1926, durante la República de Weimar, cuando se dividió el patrimonio imperial entre la familia y el entonces Estado de Prusia. Pero la propiedad pública nunca quedó plenamente asegurada y se encontraba expuesta a recursos legales, según el comunicado el Gobierno.

El príncipe Guillermo, con Hitler en 1935.

El problema, para los Hohenzollern, llegó con la ley de 1994 que ponía una condición a las restituciones y compensaciones: que el último propietario no hubiera brindado un “apoyo sustancial” a Hitler. La palabra clave era “sustancial”. Aquí es donde la disputa se vuelve historiográfica. Los Hohenzollern, desde 1945, habían puesto en marcha campañas para lavar su imagen y aparecer incluso como resistentes silenciosos. En pleno esfuerzo por reclamar lo que creían suyo, hace unos años lograron que historiadores de renombre como Christopher Clark escribiesen dictámenes para atenuar el papel durante el nazismo del Príncipe Heredero Guillermo. Este historiador, autor de libros de referencia como Sonámbulos, defendió que el heredero, aunque favorable a los nazis y dispuesto a ayudarles, fue “demasiado marginal” para establecer que su papel en la llegada al poder del nazismo hubiese sido “sustancial”.

Clark matizó más tarde su valoración y dio la razón a quien se considera el mayor experto en este tema y este periodo: Stephan Malinowski, autor de Die Hohenzollern und die Nazis: Geschichte einer Kollaboration (Los Hohenzollern y los nazis: historia de una colaboración). Malinowski había redactado otro dictamen, en plena pugna por el patrimonio de los descendientes del káiser, para el land de Brandeburgo. En su libro, demuestra que la “colaboración” no fue una anécdota, sino profunda y duradera. “[Los Hohenzollern y las élites antidemocráticas de la época] eran más que simples compañeros de viaje que se adaptaron a un contexto político cambiante”, escribe. “A fin de cuentas, nunca se adaptaron a la República de Weimar y, en vez de hacerlo, promovieron una agenda estrictamente antidemocrática. Ideológica y políticamente (...), esta agenda tenía mucho en común con la del movimiento nazi. La cooperación entre los nazis y los movimientos tradicionales fue con frecuencia tensa, pero persistió hasta 1945”.

El palacio imperial de Berlín, en una imagen de 2021.

Malinowski, profesor en la Universidad de Edimburgo, celebra ahora el compromiso que entierra el contencioso con los Hohenzollern. “La pelea jurídica se ha resuelto”, valora en un correo electrónico. Sobre la disputa histórica, afirma: “Que el príncipe heredero y parte de su familia buscaron la colaboración con los nacionalsocialistas, es algo establecido. Lo que podría seguir siendo controvertido es el efecto que esto pudo tener”. El autor de Los Hohenzollern y los nazis sostiene que esta historia va más allá del papel del heredero Guillermo y su familia durante el nazismo. “Para mí”, dice, “se trata de una de las grandes preguntas en la historia alemana: qué sucede cuando los conservadores derriban las fronteras [que les separan] del fascismo, de los grupos de la derecha radical”. Lo llamativo es cómo Prusia y sus mitos, incluidos los Hohenzollern, siguen resonando en algunos sectores conservadores: “Son, para este ambiente político, uno de los pocos puntos de referencia positivos”.

Si hubiese que hacer caso del número de visitantes a una de las antiguas propiedades de la familia en Berlín, un día de entre semana, la resonancia de lo prusiano sería más bien escasa. Eran cuatro a las dos de la tarde del viernes en el pabellón de caza junto a un lago en medio de lo más profundo y apartado del frondoso bosque de Grünewald. “El más antiguo castillo en Berlín”, lo describe la guía al inicio de la visita. Fue construido en 1542. “Casi todos los Hohenzollern cazaron aquí, hasta Guillermo II”, añade. Ahí están los cuadros de los Cranach (el famoso retrato de Lutero, un Adán y Eva). Al pie de algunos marcos esta inscrita esta frase: “Propiedad de la familia Hohenzollern”. Hace unos años, en plena disputa por la propiedad, el director de la Fundación de los Castillos y Jardines Prusianos, Samuel Wittwer, avisó de que, si los Hohenzollern se salían con la suya, este museo debería cerrar. Ya no. Todo solucionado. La guía sonríe: “Por suerte”.

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en Berlín y antes lo fue en París y Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).
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