Ochenta aniversario del final de la II Guerra Mundial: ¿por qué un país cae en el abismo del odio?
Todavía quedan demasiadas preguntas sin respuestas, muchos aspectos por estudiar, profundos tabúes que rodean al conflicto


El final de la Segunda Guerra Mundial en Europa el 8 de mayo de 1945 con la rendición incondicional de la Alemania nazi —aunque en Rusia se conmemora el 9—, del que se cumplen este jueves 80 años, dejó un continente devastado en el que, como explica el historiador Keith Lowe en Continente Salvaje (Galaxia Gutenberg), “no había moralidad, solo supervivencia”. En las ruinas todavía humeantes de Europa, mientras se iba a descubriendo la dimensión de los campos de exterminio y concentración nazis, con millones de refugiados y de personas sin techo y tras millones de muertos, un interrogante se imponía sobre todos los demás: ¿cómo pudo ocurrir? ¿Cómo se pudo llegar a esto?
Los primeros libros de investigación sobre el conflicto tardaron muy poco en aparecer. Hugh Trevor-Roper, un agente de inteligencia británico enviado a Berlín para reconstruir cómo fue el final del dictador nazi, publicó en 1947 Los últimos días de Hitler, que se convirtió en un éxito de ventas. Mucho de lo que damos por sabido sobre aquellos momentos finales en el búnker —y que reconstruye con brillantez la película El hundimiento (Filmin)— fue revelado entonces por primera vez. Aunque Hugh Trevor-Roper sufrió un tremendo revés en su prestigio cuando se equivocó al autentificar unos falsos diarios de Hitler —Robert Harris, el autor de Cónclave, cuenta aquel episodio magistralmente en Vender a Hitler (Pop Ediciones)—.
Desde entonces no es una exageración decir que se han publicado cientos de miles de libros en todos los idiomas que cubren todos los aspectos del conflicto. Dos de los grandes historiadores militares contemporáneos, Antony Beevor con La Segunda Guerra Mundial (Pasado y Presente) y Max Hastings con Se desataron todos los demonios (Crítica), se encuentran entre los investigadores que se han atrevido a redactar historias globales, a los que ahora se suma Olivier Wieviorka con Historia total de la Segunda Guerra Mundial (Crítica). La lista de libros recomendables es, sencillamente, interminable.
Sin embargo, quedan demasiadas preguntas sin respuestas, muchos aspectos por estudiar, profundos tabúes no del todo explorados. Muchos países que fueron víctimas del nazismo o del estalinismo o de los dos, como Polonia, Francia, Ucrania o los Bálticos, tuvieron a la vez una enorme responsabilidad en la Shoah. El antisemitismo no fue un invento de Hitler y muchos ciudadanos de los países ocupados se sumaron con entusiasmo al exterminio. Wieviorka dedica un capítulo a este asunto titulado ‘¿Una guerra racial?’.

En una de las últimas entrevistas que concedió, en el verano de 2017 en su casa de Budapest, la filósofa húngara Agnes Heller, superviviente del Holocausto, luego perseguida por el régimen comunista húngaro, respondía así a la pregunta de si cree que algún día podrá entender cómo fue posible la Shoah: “Se me escapa completamente. Quería entender ante todo dos cosas: ¿cómo es posible que las personas se sintiesen moralmente capaces de hacer eso? y ¿cómo las instituciones sociales y políticas se pueden deteriorar de tal forma que dejen que ocurra algo así? Nunca he logrado una respuesta”. Preguntada sobre la colaboración húngara en el exterminio —del millón de judíos exterminados en Auschwitz, 400.000 era húngaros—, respondía: “Adolf Eichmann vino aquí con 300 personas. Los nazis no pudieron matar a cientos de miles de ciudadanos sin la ayuda de los húngaros. Hubo una complicidad enorme”. Y eso es aplicable a demasiados países.
¿Cómo fue posible ese odio? ¿Cómo fue posible que se normalizase la idea de que unos ciudadanos eran inferiores a otros? ¿Cómo fue tolerado e implantado el racismo institucional? ¿Cómo una parte muy significativa de la sociedad —y es algo que Raul Hilberg ha demostrado en el clásico de los clásicos sobre la Shoah, La destrucción de los judíos europeos (Akal)— pudo participar en el exterminio, desde aquellos que elaboraban los horarios de trenes dando prioridad a los convoyes que viajaban hacia el Este llenos y volvían siempre vacíos hasta los funcionarios que identificaban por su origen a cada ciudadano?
En estos tiempos en los que la ultraderecha vuelve a campar a sus anchas por Europa y se trata de blanquear a regímenes fascistas como el franquismo o directamente al nazismo, la pregunta es más relevante que nunca. También lo es otra cuestión tremendamente incómoda: ¿qué hizo el mundo, aparte de cerrar las fronteras a los judíos que trataban de huir? Cuando se celebraron los Juegos Olímpicos en Berlín en 1936, con una nutrida presencia internacional, era imposible ignorar lo que pretendía el nazismo, porque ya había aprobado las leyes racistas de Núremberg. La persecución de los judíos era ya entonces una política de Estado.
Un artículo de Amanda Taub la semana pasada en The New York Times titulado ‘El terrorífico precedente del abismo legal de Trump’ recordaba un libro que está siendo muy citado últimamente en EE UU: El Estado dual. Contribución a la teoría de la dictadura (Trota), de Ernst Fraenkel. Su autor fue un judío alemán que logró ejercer el derecho hasta 1938, cuando huyó de su país porque tenía la certeza de que iba a ser detenido. Su libro, un clásico del derecho, plantea que en las dictaduras muchas personas viven como si nada pasase a su alrededor, mientras que otras se precipitan en un mundo de terror y muerte. “La observación crucial de Fraenkel”, escribe Taub, “fue que, en un Estado dual, el autoritarismo llega mucho antes para unas personas que para otras. Los que tuvieran la mala suerte de caer en el abismo legal se encontrarían sometidos a una violencia estatal incontrolada, mientras que la vida continuaría en gran medida con normalidad para los demás”.
Y prosigue en su análisis: “Episodios pasados de la historia estadounidense sugieren que Estados Unidos —a pesar de sus tradiciones democráticas— es vulnerable a la creación de zonas de autoritarismo. Pero la historia también demuestra que la zona de legalidad puede contraatacar. Cuando se fundó el país, el orden jurídico liberal se aplicaba a los colonos europeos, mientras que los nativos americanos y los esclavizados estaban sometidos a un sistema más autoritario y violento. Durante la época de Jim Crow, los estados del Sur funcionaban como regímenes autoritarios de partido único, que permitían o incluso fomentaban la violencia extralegal, como los linchamientos, mientras participaban en la democracia a nivel federal”.

En el fondo es una reinterpretación del famoso poema del pastor luterano Martin Niemöller —falsamente atribuido a Bertolt Brecht—: “Primero vinieron por los socialistas, y guardé silencio porque no era socialista / Luego vinieron por los sindicalistas, y no hablé porque no era sindicalista / Luego vinieron por los judíos, y no dije nada porque no era judío / Luego vinieron por mí, y para entonces ya no quedaba nadie que hablara en mi nombre”. En la película Vencedores o vencidos (Filmin), el clásico de Stanley Kramer sobre el juicio de Nuremberg, existe una reflexión similar. Burt Lancaster interpreta a Ernst Janing, un jurista ficticio de enorme prestigio que, sin embargo, se dejó seducir por el nazismo—algunos piensan que estaba inspirado por el filósofo Martin Heidegger—. Se muestra totalmente arrepentido y cuando es condenado le dice al juez, Spencer Tracy: “Aquella pobre gente, aquellos millones de personas. Jamás supuse que llegaríamos a eso”. A lo que el juez replica: “Señor Janing. Se llegó a eso la primera vez que usted condenó a un hombre sabiendo que era inocente”.
¿Puede Estados Unidos, como algunos países europeos, estar en el principio de un proceso que desemboque en algo peor? ¿Vivimos en Estados duales? El Gobierno de Trump está saltándose cada día el habeas corpus, el derecho básico de todo detenido de comparecer hasta un juez, y personas están siendo arrestadas en la calle para luego desaparecer, pero, como en el poema, por ahora ninguno tiene pasaporte estadounidense. ¿Vivimos en Europa en Estados duales por la forma en que tratamos a los migrantes que carecen de papeles? La película, recién estrenada, La historia de Souleymane, que relata 48 horas en la vida de un migrante irregular en París, muestra muy bien lo que es vivir sin derechos en el corazón de los derechos y garantías que es la UE.
Tal vez la primera lección de la Segunda Guerra Mundial es que ninguna forma de racismo es aceptable y que, cuando nos damos cuenta de que hemos perdido la libertad, ya es demasiado tarde. Cuando los servicios secretos de Alemania sostuvieron la semana pasada que el partido ultra AFD era incompatible con la democracia trazaron una línea roja sobre la que muchos otros países europeos deberían reflexionar este 8 de mayo: “Para nuestra valoración es decisiva la idea del pueblo de la AfD, basada en los orígenes étnicos, que devalúa grupos de población enteros en Alemania y viola su dignidad humana”, sostenía un comunicado de los servicios secretos recogido en la crónica de Marc Bassets. “Su objetivo”, precisa, “es excluir a determinados grupos de población de una participación social igual a los demás, someterlos a un trato no igualitario que no es conforme con la Constitución y asignarles un estatus legal devaluado”. Los ultras de la Afd no están, ni mucho menos, solos en eso. Pero todavía no han venido por nosotros.
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