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Música clásica
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Gustavo Dudamel y la LSO, una historia de amor más francesa que alemana

El director venezolano culmina en Madrid su exitosa primera gira con la Sinfónica de Londres anteponiendo la exquisita modernidad de Maurice Ravel a la hondura psicológica de Richard Strauss

La soprano Marina Rebeka y el director Gustavo Dudamel durante la interpretación de ‘Shéhérazade’, de Ravel, el pasado 12 de mayo en el Auditorio Nacional.
Pablo L. Rodríguez

Virtuosismo y versatilidad son dos cualidades que suelen asociarse con la Orquesta Sinfónica de Londres (LSO). El conjunto británico, que nació en 1904 como consecuencia de una rebelión laboral contra Henry Wood y su Orquesta del Queen’s Hall, pronto consolidó su personalidad, capaz de satisfacer los gustos musicales de directores muy famosos y muy diferentes. Hasta el mismísimo Richard Strauss dirigió esta orquesta en 1922 y grabó para Columbia su poema sinfónico Don Juan y los valses de su ópera El caballero de la rosa. Y, en 1923, Serguéi Kusevitski dirigió una de las primeras interpretaciones de la famosa orquestación de Maurice Ravel de Cuadros de una exposición, de Modest Músorgski. Por eso no debe sorprender la conexión natural que ha encontrado la LSO en su primer encuentro con Gustavo Dudamel en cuatro actuaciones repartidas entre Madrid y Barcelona, que culminaron el pasado lunes 12 de mayo en el Auditorio Nacional con un concierto extraordinario que ponía el broche final a los ciclos de Ibermúsica.

El sensacional programa del astro venezolano del podio aspiraba a exhibir el virtuosismo y la versatilidad de la LSO al confrontar el modernismo musical alemán y francés tras la humillación gala en la Guerra franco-prusiana. Cuatro composiciones de insignes orquestadores como Strauss y Ravel, escritas entre 1888 y 1910, que oponían el ideal alemán de una música que explora lo emocional y lo psicológico frente al francés, que la contempla como fuente de placer y belleza. La balanza se decantó del lado francés, especialmente en la primera parte. El poema sinfónico Don Juan, de Strauss, arrancó de forma arrolladora con esas florituras impetuosas que representan el impulso juvenil del protagonista. Sin embargo, el resto de la obra, basada en la versión de Nikolaus Lenau, careció de la hondura que escuchamos en su referida grabación de 1922, a pesar de sus limitaciones técnicas. Por supuesto, la orquesta británica brilló tanto en conjunto como a nivel individual, con exquisitos solos del violinista Benjamin Gilmore en la primera aventura amorosa y de la oboísta Juliana Koch en la segunda, aunque Dudamel no supo reflejar la desilusión del protagonista que le llevará a dejarse matar al final.

Gustavo Dudamel y los integrantes de la Sinfónica de Londres al inicio de la segunda parte de su concierto del pasado 12 de mayo en el Auditorio Nacional.

El cambio a Ravel resultó sorprendente. Y, en el inicio del ciclo de canciones Shéhérazade, la LSO exhibió un sonido mucho más transparente, que Dudamel enriqueció elevando las texturas del mundo de fantasía que envuelve a la solista en la extensa primera canción titulada Asia. La soprano letona Marina Rebeka fue todo un lujo como solista, con una voz caudalosa, homogénea y flexible, aunque su articulación del francés no resultó muy clara. La flauta encantada contó con exquisitos solos de Gareth Davies y finalizó con El indiferente, que evocó magistralmente la ambigüedad entre el deseo y la indiferencia. Pero lo mejor de la noche llegó después del descanso con una excepcional interpretación de la Rapsodia española, de Ravel. Dudamel afiló al máximo cada dinámica y cada textura de la partitura, pero sin descuidar el ambiente nocturno del inicio ni los ritmos de malagueña y habanera de los dos movimientos siguientes. Su visión de la obra subraya la modernidad de la escritura de Ravel por encima de su consabido exotismo. Y convierte el festivo movimiento final en una síntesis perfecta de sensualidad y vitalidad.

Pero el concierto terminó con la suite de la ópera El caballero de la rosa, de Strauss, atribuida al director de orquesta Artur Rodziński. Una selección orquestal que, aunque no respeta el orden de los acontecimientos de la ópera, parafrasea con eficacia sus logros musicales. La LSO volvió a amoldarse idealmente al sonido más flemático y sudoroso del compositor alemán y Dudamel brilló aquí con más clarividencia que en Don Juan. Sin embargo, le volvió a faltar hondura para bucear en la complejidad del lenguaje aparentemente más sutil y asequible de esta partitura. Lo comprobamos en el preludio inicial, que sonó más intenso que voluptuoso. La presentación de la rosa fue muy bella y el contraste de los intrigantes, acertado; pero el bellísimo y anacrónico vals del rudo barón Ochs no terminó de elevarse, a pesar de las exquisitas inflexiones camerísticas y su regusto rústico. El climático terceto del último acto tampoco encontró su temperatura emocional, aunque Dudamel le imprimió detalles de clase como el exquisito ritardando añadido en el piano subito de su parte final. Sin embargo, el vals final que celebra la derrota de Ochs se propulsó bien y desató una sonora ovación. Dudamel exhibió en los aplausos finales la ideal sintonía que tiene con los músicos de la LSO, aunque de momento su historia de amor sea más francesa que alemana.

Ibermúsica, 24-25. Concierto extraordinario

Obras de Richard Strauss y Maurice Ravel. Marina Rebeka (soprano). London Symphony Orchestra. Gustavo Dudamel (director).

Auditorio Nacional de Madrid, 12 de mayo.

 

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Sobre la firma

Pablo L. Rodríguez
Zamorano residente en Zaragoza, es doctor en Historia del Arte y Musicología. Colabora en EL PAÍS como crítico de música clásica desde 2013. Tuvo un pasado como violinista, pero finalmente se decantó por la teoría. Desde 1999, es profesor del Máster en Musicología de la Universidad de La Rioja, donde también coordina el Doctorado en Humanidades.
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