Un dandi entre la horda
El hombre que personificaba el revolucionario movimiento del Nuevo Periodismo era, en el fondo, un conservador


Qué bonita paradoja: el hombre que personificaba el revolucionario movimiento del Nuevo Periodismo era, en el fondo, un conservador. En el fondo y en la forma: altamente consciente de su posición, supo vestirla con su particular visión del dandismo. Se proclamaba así como un virginiano apenas domado por la vida en la capital del mundo, Nueva York.
Como tory sureño, entendía el poder de las jerarquías: en 1965, atacó sin piedad a William Shawn, el editor de The New Yorker, una institución que —aseguraba— se había quedado momificada. Su defensa del Nuevo Periodismo requería dinamitar ese establishment literario que colocaba a los novelistas en el pináculo. Eso sí, asumía que las técnicas novelísticas podían ser útiles para su tipo de reporterismo.
Estética y emocionalmente distante de sus temas, se demostró como un agudo observador de la contracultura. Dado que allí se apreciaba el individualismo, había margen para aquel lechuguino que insistía en seguir los pasos de Phil Spector y Ken Kesey, de los surfistas californianos y los proselitistas del ácido.
Estableció un canon con su antología The New Journalism (1973), donde santificaba a veinte de sus practicantes, algunos procedentes de la alta cultura (Capote, Mailer, Didion, Plimpton) y otros pertenecientes a las hordas bárbaras de plumillas que pretendían cambiar el mundo.
No era ese el objetivo de Wolfe, que ya en los sesenta iniciaba el acercamiento a lo que Nixon llamaría la “mayoría silenciosa”, de los visitantes de Las Vegas a los amantes de las carreras con coches de fábrica. Más adelante, celebraría el heroísmo de los astronautas (¡y sus esposas!) en Lo que hay que tener. Su estatus le proporcionaba ventajas: publicó la primera versión por entregas en la revista Rolling Stone (1973) y lo refinó y amplió en un voluminoso tomo (1979). Usaría igual táctica y el mismo medio en su primera novela, La hoguera de las vanidades (1987).
Después de todo, así funcionaban aquellos novelistas del siglo XIX a los que tanto veneraba. El impulso tradicionalista de Tom Wolfe no se quedaría limitado a la literatura: en libros breves arremetió contra el arte moderno (La palabra pintada), la arquitectura contemporánea (¿Quién teme al Bauhaus feroz?) o, en un exceso de temeridad, la teoría de la evolución y la lingüística de Noam Chomsky (The Kingdom of Speech).
Y todo se le permitía gracias a su talento para la polémica, su capacidad para la investigación exhaustiva, su olfato para la verdad oculta. Aunque es cierto que esas virtudes le fallaron en sus novelas del siglo XXI, que trataban la vida universitaria (Soy Charlotte Simmons) o la comunidad cubana de Miami (Bloody Miami). Para entonces, me temo, ya se había convertido en un personaje wolfiano: una celebrity, un famoso neoyorquino cuyos méritos iniciales habían quedado en el olvido.
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