E.T.
Mi hija Marina, con un 95% de discapacidad reconocida, en su “cortedad”, me sobrepasaba por los cuatro costados
En 1982, el cineasta estadounidense Steven Spielberg (Cincinnati, 1946) realizó su encantadora película E.T. Extraterrestre, en la que un simpático extraterrícola extraviado caía sobre nuestro planeta provocando impremeditadamente pavor entre quienes se cruzaban con él, salvo en un par de niños aún con mentes virginales, que de inmediato se convirtieron en sus cómplices. Apenas media docena de años antes, había nacido mi hija Marina (1976-2016) con severas limitaciones físicas de una naturaleza congenial al parecer desconocida, según todos los especialistas. Luego, nos fuimos enterando de que el innominado síndrome que padecía no era, en absoluto, excepcional, pero sí lo suficientemente raro como para que los científicos del ramo no se molestasen siquiera en su seguimiento con vistas a una mejor comprensión. En cualquier caso, salvada la asustada sorpresa inicial de su madre y la mía ante su peculiaridad, y, al comprobar que ésta no era la de un ser condenado a sufrir de por vida, fuimos progresivamente apreciando y amando su singular y generoso modo de adaptarse a nuestro mundo, a pesar de que era tan diferente al suyo. Precisamente, mi mujer, Cristina, cierto día, admirando los extraños poderes de Marina en exacta relación directa con sus limitaciones, acertó a definirla como “E.T.”, porque parecía entender mejor nuestro entorno que nosotros el suyo. En este sentido, cuando, en una ocasión, alguien me preguntó sobre la calificación oficial obtenida para su discapacidad, que era del 95%, y al mostrar su asustada perplejidad ante la cifra, le pude contestar tranquilamente que ese resultado sólo revelaba que sus evaluadores se habían podido comunicar con ella al 5%.
En 1991, con motivo de haber yo publicado una biografía de Velázquez, pintor entre el acá y el allá, una nebulosa, le dediqué el libro a mi hija Marina en los siguientes términos: “Para Marina, pura luz, cuya felicidad no depende de las tinieblas del arte”. Ya entonces, como comprenderán, me había hecho consciente de que mi hija, en su “cortedad”, me sobrepasaba por los cuatro costados. Les podría dar mil testimonios al respecto, pero no lo haré por no ser demasiado prolijo. Porque Marina, ciega de nacimiento, no sólo usaba con precisión nuestro modo de hablar, plagado de términos visuales, que apenas tenían el menor significado para ella, sino que, sin encontrar los instrumentos lingüísticos para expresar la inconmensurable riqueza de sus insólitas percepciones, te las comunicaba sutilmente con la maravillosa expresividad gozosa de su rostro, con sus delicados gestos, con su natural elegancia, con su cautivadora forma de sonreír; en fin: con su modo de ser y estar, fruto de una sensibilidad ignota, pero que intuías superior.
El también extraviado y genialmente anormal Vincent van Gogh describió la muerte como un viaje a una estrella, tan natural, decía, como tomar un ómnibus en dirección a Tarascón. También se me ha quedado fijada la imagen del E.T. de Spielberg señalando al cielo mientras, suspirando, decía: “¡Mi casa!”. Tengo la sensación de que mi hija Marina ahora se ha unido a ellos, dejándonos un tremendo vacío a quienes tuvimos el privilegio de gozar de su compañía. ¡Ay, en nuestro atribulado mundo, cuán poco nos fijamos en el tesoro de estos seres diferentes, los únicos capaces de arrojar algo de luz a nuestra ciega existencia!
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