La identidad de un país
El filme neutraliza su peligro de la falta de credibilidad con el juego interpretativo de los dos protagonistas y sus miradas


Cuando se vive el drama moral sufrido por Alemania durante el nazismo y la II Guerra Mundial, quedan dos opciones: acudir a una especie de operación de cirugía facial que borre los estigmas, los hechos, los recuerdos, el dolor y el remordimiento de (casi) todo un país, y así dejar paso a una nueva existencia, a una nueva realidad; o dedicarse a reconstruir el pasado, a encontrar razonamientos, a reflexionar sobre lo que se fue, sobre lo que se es y sobre lo que se será, como colectivo y cada uno como ser humano individual.
PHOENIX
Dirección: Christian Petzold.
Intérpretes: Nina Hoss, Ronald Zehrfeld, Nina Kunzendorf.
Género: drama. Alemania, 2014.
Duración: 98 minutos.
Phoenix, séptimo largo de Christian Petzold y segundo estrenado en España, tras la notable Barbara (2012), toma al alimón las dos opciones y las centra, como metonimia de todo un pueblo, en la figura de una mujer, una víctima que quiere entender mientras no deja de amar: a su marido, a su país.
La posguerra, si se supera lo anterior, es el reencuentro. Con los que ayudaron a las víctimas, con los que miraron para otro lado, con los que colaboraron en la masacre. Nuevos tiempos imposibles cuando ya no se sabe quién es quién. Pero Petzold, como en Barbara alrededor de otro drama, la época comunista, conforma una película de pocos personajes, de silencios más que de palabras, de trama mínima donde el conflicto es casi único, aunque, eso sí, gravísimo. Es la paranoia de una mujer que se mira al espejo y ya no se reconoce, la locura de un país que ni siquiera es capaz de mirarse al espejo.
Al igual que en la francesa El regreso de Martin Guerre (y en su remake: Sommersby), también sobre el reencuentro amoroso tras la batalla y sobre las dudas acerca de la identidad, aunque con el punto de vista cambiado, hay algo en Phoenix de historia improbable, de cierta inverosimilitud. Pero Petzold, con el espíritu de Bertolt Brecht y Kurt Weill de fondo, y ecos de Vértigo, con ese empecinamiento del marido en reconstruir a la perfección lo que ya está reconstruido, neutraliza el peligro de la falta de credibilidad con el juego interpretativo de los dos protagonistas, los excelentes Nina Hoss y Ronald Zehrfeld, a través de sus miradas.
Es en esos silencios, en esos escrutinios, cuando la película se eleva a mayor altura, aunque el premio de la Crítica del Festival de San Sebastián parezca un tanto excesivo. Un ejercicio de contención que estalla en la soberbia secuencia final, allí donde la verdad y el dolor dejan paso a una nueva época, tras la puerta, quizá más luminosa.
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