Arte, circo y escatología
¿Y si el arte contemporáneo —el que aparece con el urinario de Duchamp— no fuera una nueva forma de arte sino un género más dentro del arte moderno? Con esto ya nos quitaríamos un gran peso de encima. Porque desde el tiburón de Damien Hirst hasta las 100 millones de pipas de Ai Weiwei, las sopas de Warhol y las mierdas de artista de Manzoni expuestas en 90 latas de 30 gramos serían una sección del arte que como el retrato, el bodegón o el paisaje, se alinearían sin más en una categoría que no negaría a las otras.
De este modo se podría ser actual si se amara tanto una cosa como otra. Es decir a Courbet y a Matisse, a Rothko y a Koons, a Pollock y a Murakami. Unos nos parecerían serios y los otros banales sin perder por ello cualificación. El ojo y el juicio crítico recobrarían legitimidad para ensalzar o desdeñar una u otra obra sin pasar el trance de ser tenidos o no por snobistas o reaccionarios.
Pero efectivamente hay algo más, y Nathalie Heinich que en un artículo de 1999 en Le Débat sostenía esta tesis apaciguadora, se planta ahora con un libro de 370 páginas (Gallimard, 2014) en que se atreve a calificar al arte contemporáneo como manifestación de un nuevo paradigma. Cambiar de paradigma es como haber revolucionado las estructuras del conocimiento hasta ahora admitidas. O lo que llamamos, con razón, “un cambio de época”.
Pero ¿entonces? Hay que aceptar que los vacíos de Klein, las performances de la Abramovich o los tubos de Dan Flavin son el ARTE de nuestra actualidad y lo de antes ha caducado.
Los museos han acogido ese arte que, cuanto más estragada es la propuesta, más valor adquiere
No se atreve Heinich a decir tanto en una época en que predomina la diferencia contigua y la mixtura. Más aún: si los ready-mades de Duchamp, como la Fontaine, pertenecen al arte contemporáneo Nu descendant l´escalier sería plenamente arte moderno. El uno se diferencia del otro en que mientras tanto en el arte clásico como en el arte moderno la personalidad del artista se expresa en la obra, sea figuración o abstracción, en el arte contemporáneo esa huella personal desaparece y en su lugar emerge la ocurrencia, una técnica de marketing que pretende, sobre todo, llamar la atención. Así, cuanto más estragada o desafiante es la propuesta mayor es su valor. Los grandes museos, desde el MoMA a Tate Modern, desde el Pompidou al Guggenheim, han acogido este arte contemporáneo que evoca lo circense, ama lo escatológico y bromea con la significación.
¿Qué concluir, pues? De una parte, que las astracanadas sean sólo “un género” permite odiarlas sin pasar por rancio. Pero, también, aceptar que nos hallamos ante un arte contemporáneo como ante una nueva forma de conocimiento puede ser una manera fácil de saldar lo que se ve como un camelo provisional de lo que aún no vemos.
Un camelo o una estafa que se emparentaría con el mundo de la corrupción, la economía criminal y la amoralidad imperante. De hecho, si el arte contemporáneo mueve grandes sumas de dinero en las subastas, su monstruosidad lo emparenta con este periodo especulativo y significativamente innominado (ni posmodernista, ni hipermodernista, ni posposmodernista) donde la Gran Crisis política, económica y social permite que en el barranco de las máximas desigualdades —de clase y género— se celebren los más burlescos festines de la Grande Bouffe.
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