Al acecho
En mi infancia, no sabíamos que la identidad del hombre del saco representaba la pedofilia, la psicopatía, el sadismo, la violación o simplemente la maldad


En mi infancia lo peor que le podía ocurrir a un niño era que le visitara alguien denominado el hombre del saco, el coco, el tío Camuñas, el sacamantecas. Imagino que antes de ese conocimiento tenebroso todos habíamos tenido pesadillas (¿qué temores inconscientes las provocan, de dónde vienen los monstruos, cuando se supone que hasta entonces solo has recibido sonrisas, besos, arrullos y mimos?), pero a partir de esa revelación el raptor que te iba a causar infinito daño ya tenía un nombre y el rostro lo aportaba tu imaginación. No sabíamos que la identidad del hombre del saco representaba la pedofilia, la psicopatía, el sadismo, la violación o simplemente la maldad.
Aunque el tema nos provoque terror y asco, cuando está tratado por el cine nos consuela la seguridad de que solo es ficción, que cuando se enciendan las luces de la sala acabará nuestro desasosiego. Y el cine ha retratado muchas veces con arte superior el peor de los crímenes, el que se ceba con los niños. ¿Cómo olvidar a Robert Mitchum, aquel predicador vestido de negro que persigue incansablemente a través de ríos y montes a los dos pequeños hermanos en la genial La noche del cazador? ¿O a la desgraciada criatura que secuestran esos lobos con apariencia humana para abusar de él hasta convertirlo en un ser roto a perpetuidad durante el resto de su vida en Mystic river? ¿O a los atormentados padres que después del secuestro de sus niñas torturan hasta la extenuación a un deficiente mental ante la sospecha de que puede haber sido el autor en Prisioneros? ¿O a los críos que desaparecieron año tras año y no aparecieron jamás en la estremecedora y magistral serie de televisión True detective?
Pero cuando un amigo me cuenta que en un parque cercano a mi lugar de trabajo una niña fue secuestrada la tarde del jueves y en la madrugada alguien alertó de que había encontrado a una pequeña sola y perdida en una boca del metro con síntomas de haber sido drogada, el escalofrío es inmediato y no lo provoca una película. Ha ocurrido aquí y ahora. Instintivamente aprieto la mano de la niña que está conmigo en un centro comercial. Y recuerdo que hace tiempo me reí cuando llevando de la mano a mi ahijado a la salida del Bernabéu este se quiso escabullir con un desafiante y macarra: “Quita, chaval”. Los monstruos existen. Y acechan a los niños.
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