Ciudades
En los días en que Crimea vuelve a ser actualidad, no está de más regresar a un escritor que contó la vivencia de las ciudades como un capricho del destino


La semana pasada visitó España el polaco Adam Zagajewski, que es un poeta y ensayista de una clarividencia envidiable. Dotado de una aguda sensibilidad, con la dosis de antidogmatismo necesaria, atesorada durante los largos años de padecimiento de una dictadura comunista en su país, presentó un recorrido contado por la ciudad donde vive, Cracovia. Pero quizá el libro más emblemático de Zagajewski es su memoria de la reinvención personal, cuando fueron expulsados de la ciudad de Lvov, que pasó a pertenecer a Ucrania, y desplazados hacia una ciudad fea y sin historia dentro de Polonia. Dos ciudades es un libro de aliento largo, que te acompaña mucho más allá incluso del recuerdo detallado de su lectura. En la admirada tradición de los poetas polacos hay algo relacionado con la trágica peripecia del país, negado, invadido, liberado y mirado desde el exilio a lo largo de todo un convulso siglo XX. Los premios Nobel Milosz o Symborzska, pero también Herbert o los ensayistas Wat y Kolakowski, evidencian que la incertidumbre es un material inspirador para la inteligencia.
En los días en que Crimea vuelve a ser actualidad, como si la geopolítica fuera un cuento repetido e insaciable, no está de más regresar a un escritor que contó la vivencia de las ciudades como un capricho del destino. Si alguien creía que las fronteras físicas y la pertenencia, la identidad nacional y las migraciones, dejarían de ser el tema central que fueron en el siglo pasado, borradas de las prioridades mundiales por la globalización y la revolución de la tecnología de la comunicación, se equivocó. El hombre pertenece a los animales de apego a la tierra, de pasto vallado y propenso a una imaginación local y nostálgica.
Zagajewski no es un pensador político, sino un analista de los recursos líricos. Fascinado por la complejidad de las personas, capaces de una línea maestra, pero también de un comportamiento miserable, propone una espiritualidad humanista, frente al despojo de unos o la trascendencia gregaria de otros. Sus libros acaban siendo tratados de ética y arte, manuales de conducta para cuando el hombre termina por tenerse solo a sí mismo. En la estela de su lectura, uno concluye que Crimea es el juguete y las personas son el drama.
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