La tecnología quiere humanizarse
Los nuevos proyectos arquitectónicos contraponen tradición a innovación Norman Foster levanta en Masdar City un gran barrio de fondo sostenible


Es sabido que solo el tiempo, y a capas, es capaz de diseñar las mejores ciudades, las más cercanas a las necesidades de sus habitantes, que son en realidad quienes van decidiendo las actuaciones que las perfilan. Sin embargo, los arquitectos continúan soñando con la utopía de levantar una ciudad entera: del cero al cielo con una misma mirada. Uno de los últimos en tratar de materializar esa visión ha sido Norman Foster. El británico ha levantado en Masdar City —en realidad un gran barrio residencial de Abu Dabi— una ciudad que presume de estar entre las más sostenibles del planeta. Allí, las calles de los zocos —no estrechas, pero sí a escala de los peatones— y las zonas de sombra conviven con coches eléctricos que llegan al barrio bajo tierra, ocultos como los cables del teléfono o el alcantarillado para no perturbar la tranquilidad.
Así, a pesar de toda la tecnología que ha desplegado el equipo del arquitecto high tech, la clave que dibuja el perfil del barrio resulta familiar. Protegiendo del sol y recortando las sombras, la mayor proeza de esa futura ciudad supuestamente sostenible tiene menos que ver con la innovación que con la tradición. Responde, en realidad, a materiales cerámicos y a la socorrida celosía, que deja pasar el aire a la vez que mitiga el efecto del sol.
La celosía —un enrejado de madera, piedra o metal que cierra el vano de una puerta o una ventana— permite ver sin ser visto. Esa posibilidad le ha granjeado protagonismo en múltiples tradiciones arquitectónicas, sobre todo a ambos lados del Mediterráneo. Pero el calado ofrece algo más que intimidad: deja pasar la luz y el aire, permitiendo la ventilación y evitando el calentamiento. Es decir hace posible que la casa respire.
En Olérdola, en el Alto Penedés y junto a algunos de los viñedos tradicionales de la zona, el arquitecto Gustau Gili Galfetti ha levantado una escuela de límites porosos. En el colegio Rossend Montané, los patios, que disgregan los dos cuerpos del edificio, provienen de una tradición tan mediterránea como las celosías que lo encierran. La retícula que frena el soleamiento excesivo y deja pasar el aire, permite apreciar, desde el interior del colegio, el paisaje circundante. Pero también levanta un velo: no revela nada que el edificio no quiera mostrar.
Ese velo pétreo fue construido, indica Gili, por dos materiales “contrapuestos” derivados del hormigón. Las celosías son, efectivamente de hormigón. Pero los límites de los patios están dibujados con otro tipo de hormigón, más sofisticado, coloreado y texturado que remite a los tonos del paisaje circundante.
El trabajo desde la escasez y desde el conocimiento de la tradición dibuja la expresión de arquitectos que han apostado por la historia para reducir el consumo energético de sus proyectos. No acabar un edificio es toda una declaración de principios. Gustau Gili sostiene que deberán ser los alumnos quienes completen el colegio.
También en la ampliación del Instituto Josep Sureda y Blanes, en Palma de Mallorca, Aina Salvá, Antonio Marqués y Alberto Sánchez, SMS arquitectos, recurrieron al uso de los materiales más sencillos, los habituales en la arquitectura popular de las islas, y echaron mano de la celosía. Más allá del filtro tradicional, estos proyectistas vieron en ella una expresividad nueva y, a la vez, familiar. Modestia y atrevimiento se dan cita en una solución que contribuye a la vez al control del consumo, a la eficiencia energética y a la construcción de la identidad de los edificio. Y de los lugares. La tecnología, para humanizarse, vuelve la vista a la historia y a las tradiciones.
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