Cuando la ficción se convierte en una patada en el estómago
El cianuro de sodio es un polvo blanco que resulta mortal cuando entra en contacto con el ácido clorhídrico del jugo gástrico


Joe Gores (1931- 2011) fue un autor norteamericano de género negro en cuya obra se observa una marcada influencia de Dashiell Hammett. A él se debe la novela titulada Hammett, donde Gores revive al autor de El halcón Maltés convirtiéndolo en personaje de una historia que Wim Wenders llevó al cine. Aquí, en España, la película se distribuyó bajo el título de El hombre de Chinatown.
Este autor norteamericano forma parte de un selecto grupo de narradores de culto junto a Joe R. Landsdale y Harlan Ellison, autor del que ya hablamos hace unas semanas. Las narraciones de Joe Gores vienen salpicadas de humor negro y macabro, como la que hoy nos trae hasta aquí. Se trata de un cuento breve titulado La Segunda Venida y en él aparecen un par de pijos que visitan San Quintín con la intención de presenciar el espectáculo de una muerte en la cámara de gas.
Si hay algo que llama la atención de este relato, es que Gores no escatima en detalles cuando se trata de describir el ajusticiamiento en la cámara de gas con la truculenta silla bajo la cual habían puesto “un cubo que contenía ácido clorhídrico”, uno de los elementos que forman parte del cóctel mortal. El otro elemento a tener en cuenta es el cianuro sódico, cuyas “píldoras dejaría caer el verdugo” en un conducto que llega hasta el citado cubo. De esta manera, cuenta Gores, se forma el “ácido cianhídrico que funde las tripas hasta convertirlas en una sopa al rojo vivo” en cuanto es inhalado. Así se las gastaban en la cámara de gas de San Quintín, bautizada por los presos como “el ahumadero”.
Sabemos que el cianuro de sodio es un polvo blanco con el mismo aspecto de la sal de mesa y un ligero olor a almendras amargas. Este veneno de atributos culinarios resulta mortal cuando llega al estómago y entra en contacto con el ácido clorhídrico del jugo gástrico. Nuestro ácido clorhídrico se encuentra en un porcentaje suficiente para convertir el cianuro en ácido cianhídrico, gas incoloro y veneno mortífero que, en pequeñas dosis, resulta mortal. Puede acabar con una persona en menos de medio minuto. Con todo, lo que sucede en el relato de Joe Gores es que el condenado no muere en este corto espacio de tiempo, sino que alarga al detalle la escena de la agonía.
Joe Gores precisa cada segundo y consigue que el ácido clorhídrico de nuestros jugos gástricos nos suba hasta el cielo del paladar y nos amargue, durante un buen tiempo. Es lo que tiene el poder de la ficción que, cuando es eficaz, alcanza el denominado eje intestino-cerebro; una conexión bidireccional en la que están implicados los neurotransmisores, mensajeros químicos que excitan o relajan, y que nos llevan y nos traen a través de los pasillos de la memoria. Autores como Joe Gores consiguen hundir la tecla exacta para que el citado eje se ponga en marcha y vivamos lo narrado como si de una realidad se tratase. Es cuando las tripas empiezan a sonar y la ficción se queda arraigada para siempre en el trastero de nuestro inconsciente.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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