Kathryn Schulz, escritora: “La erosión de la confianza en la ciencia se debe a que a la gente no le gusta que la traten con condescendencia”
La ganadora del premio Pulitzer publica en español ‘El gran terremoto’, un reportaje sobre los riesgos sísmicos del noroeste de Estados Unidos, “una pequeña metáfora del cambio climático”

Kathryn Schulz (Ohio, EEUU, 51 años) discutía sobre política en una cena con amigos en Portland, cuando alguien comentó: nada de eso importará cuando llegue el terremoto. “¿Qué terremoto? ¿De qué estás hablando? Me explicaron que existía un riesgo importante de que un gran terremoto sucediese en el noroeste del Pacífico, lo que me interesó desde el punto de vista de la ciencia, pero también porque soy periodista. Leo muchas noticias, me interesa la geología, había vivido allí y nunca había oído hablar de esto, lo cual era un problema. Porque si yo no lo sabía, mucha gente tampoco. Y es obvio que se trata de un riesgo urgente”, relata Schulz en una conversación por videollamada.
La zona a la que se refiere es la zona de subducción de Cascadia, una falla geológica al norte de la de San Andrés, pero mucho menos conocida a pesar de que podría provocar un terremoto más devastador: cuatro minutos en los que podría llegar a un 9,2 en la escala de Richter. Un gran terremoto, similar al que devastó el norte de Japón en 2011. Quince minutos después, un enorme tsunami tocaría tierra. La franja discurre a lo largo de 1.100 kilómetros paralela a la costa: comienza en cabo Mendocino, en California, atraviesa Oregón, Washington y termina en la isla de Vancouver, en Canadá. En la zona residen más de siete millones de personas e incluye las ciudades de Portland, Olympia y Seattle. Sin embargo, la falla de Cascadia es algo extraña porque su intervalo de recurrencia, la media de los años que transcurren entre un terremoto y el siguiente, es largo, 243 años, tanto como “para que una civilización entera se desarrolle, sin saberlo, sobre la falla más peligrosa de nuestro continente”. El gran terremoto ganó el premio Pulitzer en 2016 y ahora se publica en español (Libros del Asteroide).
Pregunta. En el libro cuenta que estamos ante el peor desastre natural de la historia de Norteamérica —podría provocar más de 13.000 muertos y un millón de desplazados—, pero hasta hace cuarenta años nadie sabía que la falla hubiera provocado algún terremoto importante
Respuesta. Nuestro conocimiento de la zona de subducción de Cascadia, incluso su existencia, fue muy tardío en comparación con la mayoría de las zonas propensas a terremotos. En ellas, se sabía antes de que hubiera registros escritos porque ocurren terremotos, así que Cascadia es una región muy inusual. La conciencia científica comenzó en los 70, en los 90 ya había mucha información. La probabilidad de que se produzca un terremoto muy grande en los próximos cincuenta años es del 30%, de que ocurra “el gran terremoto”, alrededor del 10%. Me preguntan cómo encontré una historia que nadie conocía. Sería negligente no reconocer a mis colegas en periódicos locales, regionales, emisoras de radio y cadenas de televisión. Por supuesto, también políticos y ciudadanos preocupados. Pero es curioso cómo a veces no se alcanza la masa crítica y otras veces sí. Yo simplemente estaba en el lugar adecuado en el momento adecuado.
P. Los días después de que publicara el reportaje se vendieron la misma cantidad kits de emergencia frente a terremotos que en un mes. A las dos semanas, publicó otro: Cómo ponerse a salvo cuando llegue el gran terremoto.
R. La reacción fue increíble, nunca había experimentado algo así como periodista. Fue muy gratificante porque, en cierta medida, se trataba de periodismo de servicio público: quieres que la gente salga a comprar kits de emergencia, refuercen sus casas, elaboren planes de seguridad con su familia…
Pero me sorprendió que la reacción principal fuera simplemente el miedo. Aunque investigué la ciencia y tenía muy clara la gravedad del problema, no interactué con él como algo “increíblemente aterrador”. Y esa es parte de la razón por la que escribí el segundo artículo, porque el miedo es a la vez muy motivador y, en cierto modo, inútil. Creo que el reportaje aumentó, al menos a nivel personal —a nivel social es otra historia—, una conciencia real como la de los que viven en zonas de tornados o huracanes.

P. ¿Trataron de desacreditarla o a la ciencia en que basó su reportaje?
R. Sorprendentemente no, salvo un intento descabellado. Alguien escribió a los editores de The New Yorker diciéndoles que había un error fatal en la historia, pero estaban husmeando, no sabían nada. Los departamentos jurídicos y de verificación de datos actuaron y se acabó. La base científica estaba muy consolidada y los científicos con los que hablé llevaban décadas trabajando en este tema. Siempre hay cosas nuevas que entender, pero este no es un campo de vanguardia, no estaba escribiendo sobre terapia CAR-T para cánceres raros.
A nivel político, la frase más incendiaria y provocadora fue la de Ken Murphy, entonces jefe de la Agencia Federal de Gestión de Emergencias para la región, que dijo que todo lo que estaba al oeste de la autopista I-5 iba a quedar “toast”, devastado. Murphy estaba a punto de jubilarse, no hay mejor fuente: no tienen nada que perder, van a decir la verdad sobre sus experiencias y sus sentimientos y no tratan de ganarse el favor de nadie. Era un alto cargo a punto de irse y no le importaba. Hubo cierta conmoción, pero el departamento de verificación de datos es muy escrupuloso. Eso es importante porque, si se desacredita una parte por un error pequeño y estúpido, todo el edificio se derrumba. Hubo mucho ruido, pero ninguna presión ni escándalo.
P. Han pasado diez años y los humanos tendemos a olvidar fácilmente. ¿Cuál es su percepción cuando viaja allí?
R. Es verdad, es muy humano, pero creo que, en el buen sentido, ha sido así y la conciencia del riesgo de terremotos se ha convertido en una parte estable de la realidad de la vida en el noroeste del Pacífico. ¿La gente habla de ello constantemente? No. ¿Están aterrados? Gracias a dios, no. Pero creo que hay un debate constante, empezado por las escuelas que incorporan planes para terremotos como otras regiones hacen simulacros de tornados. Se ha convertido en algo mucho más cotidiano. De nuevo, eso es obra de mucha gente, no mía. Hay montones de asociaciones de vecinos que se reúnen para hacer planes, cuidar de sus vecinos…
P. ¿Y en el ámbito político? Hace dos años, la Fundación Nacional para la Ciencia concedió 15 millones de dólares para crear el Centro Científico de Terremotos de la Región de Cascadia.
R. Ese ha sido un avance posterior, pero antes ha habido otros realmente alentadores. Uno de los más importantes es que por fin hay un sistema de alerta temprana de terremotos en la mayor parte del noroeste del Pacífico. Pensamos: ¿qué se puede hacer con treinta segundos de antelación? La respuesta es, todo: abrir las puertas de los parques de bomberos para que puedan salir los vehículos de emergencia, interrumpir las operaciones quirúrgicas, abrir las puertas de los ascensores… Acciones que salvan vidas. Es importantísimo y, en el contexto de las medidas de seguridad, no tan exorbitantemente caro.
P. “La brevedad de nuestra vida genera un cierto tipo de provincianismo temporal, una ignorancia o indiferencia hacia esos engranajes planetarios que se mueven más despacio que los nuestros”. Habla de un desastre natural, pero también de la escala de la vida humana en medio de otros fenómenos, cómo contemplamos y nos preparamos para el futuro
R. Exactamente. Es parte de la razón por la que quise escribir esta historia. Había dos cosas que me motivaban. Por un parte, la escala. Es un problema existencial, emocional, social y político: somos seres finitos en un universo básicamente infinito. Y eso es un problema, hay muchas cosas que no vemos ni comprendemos. Tengo dos hijos pequeños y, por supuesto, a veces es difícil saber qué voy a hacer mañana, ¡cómo para pensar en qué ocurrirá en 200 años! Pero este libro siempre ha sido una pequeña metáfora del cambio climático. Se trata del mismo problema fundamental: hemos construido toda una sociedad y una economía sobre un problema que no sabíamos que existía. ¿Cómo lo solucionamos o revertimos? ¿Qué hacemos al respecto?
P. “La zona […] ahora supone un peligro porque no somos capaces de pensar en el futuro con la profundidad necesaria”. ¿Cómo relaciona esta idea con el momento político actual de Estados Unidos, y en concreto, con la desacreditación de su sistema científico?
R. Es una crisis increíble, ni siquiera sé por dónde empezar a esbozar su magnitud. Soy moderadamente optimista y creo que se trata de un momento relativamente breve en nuestra historia, pero se está causando un daño a todos los niveles que durará generaciones: interrumpiendo estudios que llevan años en marcha, desperdiciando millones de dólares en investigaciones que podrían haber aportado conocimientos cruciales en todos los campos, desde la salud humana hasta el cambio climático. Nunca pensé que viviría para ver una fuga de cerebros en mi país. Es desgarrador, los niveles de perturbación son inabarcables. Pero comprendo por qué hay escepticismo sobre la ciencia en algunos niveles. No gestionamos bien la respuesta a la pandemia y es difícil predicar que hay que confiar en la ciencia y luego enterarse de que los científicos, comprensiblemente, estaban a tientas en la oscuridad ante una amenaza totalmente nueva, pero actuaban como si tuvieran todas las respuestas cuando no era así. Y algunas de estas respuestas iniciales fueron erróneas.
P. Pero ante temas tan complejos como el cambio climático, la pandemia o la prevención de terremotos, ¿pedimos una sencillez y rapidez que la ciencia no puede dar?
R. Creo que parte de la erosión de la confianza en la ciencia se debió a esa sensación ligeramente condescendiente de “nosotros sabemos más, confíen”, en lugar de “es complicado, es lo que pensamos ahora, estamos tratando de resolverlo”. Probablemente, una conversación más matizada habría sido mejor recibida. A la gente no le gusta que la traten con condescendencia, especialmente cuando sienten que todo era solo una artimaña y una máscara.
Ahora bien, creo que en este país está profundamente marcado por una falta generalizada de confianza entre unos y otros, lo que probablemente es la verdadera crisis. Las instituciones científicas pueden soportar muchos vaivenes y cambios de opinión en una sociedad más sana, hemos vivido infinitos cambios de opinión sobre el colesterol, por ejemplo, y muchos otros temas, sin erosionar el estatus de la ciencia en este país. Ahora sí. Creo que eso pone de manifiesto divisiones mucho más profundas entre nosotros.
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