Feminismo darwiniano: así se acabó con el mito de la pasividad sexual de las hembras
La llegada de investigadoras como Sarah Blaffer Hrdy y Amy Parish transformó no solo el estudio de los primates, sino también la comprensión de la evolución, la sexualidad y los roles de género en general

Hasta hace unas pocas décadas, los biólogos pensaban que las conductas reproductivas de las hembras eran más simples y pasivas de lo que son en realidad; esta invisibilización de las estrategias sexuales femeninas era producto de una ciencia hecha por hombres que prestaba atención en especial a los comportamientos de los machos y pasaba por alto la importancia del comportamiento de las hembras. Por décadas, la biología construyó de ese modo teorías sobre la sexualidad de los primates.
La literatura especializada cuenta cómo funcionó este modelo, que predominó hasta que las científicas lograron ampliar la mira. Hasta entonces, la primatología había abordado el estudio de las hembras sin perspectiva crítica, confirmando en general las expectativas y prejuicios de quienes, en su mayoría hombres, definían el campo de estudio.
La llegada de investigadoras como Jane Goodall, Dian Fossey y Biruté Galdikas, pioneras en el trabajo de campo con grandes simios, supuso un cambio fundamental, pues comenzaron a cuestionar y transformar los enfoques tradicionales. Pero la revolución que Sarah Blaffer Hrdy y Amy Parish impulsaron en la primatología transformó no solo el estudio de los primates, sino también la comprensión de la evolución, la sexualidad y los roles de género en general.
Ambas son un ejemplo del llamado feminismo darwiniano: una tradición que comenzó en el siglo XIX, cuando las feministas encontraron en Darwin una herramienta para combatir el esencialismo que justificaba la subordinación femenina.
Sarah Blaffer Hrdy no llegó a la India con una agenda feminista; su propósito inicial era investigar por qué los machos de langur mataban crías. Sin embargo, sus hallazgos la llevaron a replantear supuestos cruciales sobre la sexualidad y el comportamiento reproductivo, no solo en primates sino en mamíferos en general. Observó que, contra lo asumido, las hembras no son pasivas ni monógamas por defecto: las langures se aparean con varios machos para confundir la paternidad y proteger a sus crías, en lo que denominó contraestrategias sexuales. Contra la visión tradicional, descubrió que las hembras tienen estrategias reproductivas activas y complejas.
A partir de estos estudios, Hrdy amplió su enfoque y demostró que la maternidad y la crianza en los mamíferos, incluidos los humanos, dependen tanto de la cooperación como de la competencia, y que cualidades como la ambición y la iniciativa, consideradas masculinas, están presentes en las hembras para garantizar la supervivencia de las crías. En sus obras posteriores, ha argumentado que la crianza humana evolucionó como una tarea compartida, donde tanto mujeres como hombres tienen la capacidad biológica de cuidar a los bebés, todo un desafío para los estereotipos de género sobre el instinto maternal y la paternidad. Sus investigaciones cambiaron así no solo la primatología, sino también la psicología evolutiva y la comprensión de los roles parentales en la evolución humana
Amy Parish, quien hizo sus estudios doctorales supervisada por Hrdy, llevó más lejos la revisión de los supuestos sobre el comportamiento femenino en primates. Su investigación sobre los bonobos desmontó la idea tradicional de una pasividad natural en las hembras al documentar sociedades matriarcales donde las hembras forman alianzas sólidas, controlan recursos y tienen una influencia social decisiva. Parish fue la primera en caracterizar científicamente a la sociedad bonobo como un matriarcado, donde las hembras, aun sin lazos de parentesco, cooperan para dominar a los machos y mantener la estabilidad grupal.
Parish observó que el sexo en los bonobos cumple funciones sociales complejas: las hembras lo emplean para regular la convivencia, resolver tensiones y fortalecer la cohesión grupal, en claro contraste con otras especies de primates. Su enfoque interdisciplinario también trasciende la primatología, pues sus hallazgos la han llevado a explorar la evolución del comportamiento humano, la sexualidad y el poder desde una perspectiva biocultural y comparada. Su trabajo abrió puertas para comprender la diversidad de modelos sociales y sexuales posibles en la naturaleza y en las sociedades humanas.
Pero con sus investigaciones, ni Hrdy ni Parish pretendieron demostrar que las hembras son superiores desde el punto de vista moral, ni más avanzadas en términos evolutivos que los machos, sino que el comportamiento sexual y social de los primates —y de los humanos— es muchísimo más complejo de lo que sugerían las teorías centradas en machos.
La promiscuidad femenina es común, no una excepción. Las hembras también toman decisiones activas sobre reproducción, alianzas y recursos. El sexo cumple funciones que van más allá de la reproducción. Y hasta en especies con dominancia masculina aparente, las estrategias femeninas pueden ser determinantes para el éxito reproductivo y la organización social.
Lo que ambas evidenciaron no son los comportamientos o formas de organización que deben considerarse naturales en animales —o humanos—, sino cómo un paradigma social puede determinar los aspectos de la naturaleza que decidimos estudiar e influir en su interpretación.
La historiadora de la ciencia Londa Schiebinger escribe sobre el sesgo androcéntrico que ha privado en múltiples disciplinas científicas, y no solo en la primatología. En medicina, los ensayos clínicos se hacían en hombres, lo que llevó a dosis y diagnósticos erróneos. En arqueología, las herramientas prehistóricas elaboradas se atribuyeron a hombres cazadores y las simples, a mujeres recolectoras. En psicología, Lawrence Kohlberg desarrolló su influyente teoría del desarrollo moral estudiando niños varones. En cada caso, ampliar la muestra reveló realidades antes invisibles.
La corrección de estos sesgos solo fue posible porque las científicas, al acceder a posiciones de investigación, formularon otras preguntas y no por una supuesta empatía innata hacia las hembras. Su posición social les hizo advertir la importancia de aspectos desestimados. Los errores de las investigaciones previas respondían a dinámicas estructurales: los científicos, casi sin cuestionarlo, asumieron que lo masculino representaba la norma y lo femenino la excepción. Esta creencia, en apariencia neutra, condujo sistemáticamente a una visión parcial de la realidad científica.
Hrdy y Parish hicieron lo que corresponde a cualquier investigación científica sólida cuando surgen datos que no encajan en las teorías dominantes. En lugar de descartar o buscar explicaciones ad hoc para las observaciones que no se ajustaban al paradigma evolutivo androcéntrico, optaron por investigarlas a fondo. Su mérito fue someter un escrutinio crítico a sus propios supuestos.
La revolución primatológica no puede indicarnos cómo debemos organizar nuestras sociedades. Su lección es otra: mostrar que las narrativas sobre lo natural suelen reflejar el punto de vista, los intereses y los valores de quienes recolectan e interpretan los datos. Por eso, al ampliar el perfil de quienes investigan se han comprendido patrones antes ignorados.
El legado de Sarah Blaffer Hrdy y Amy Parish va más allá de lo que descubrieron. Ambas prueban que conviene desconfiar de cualquier interpretación que recurra a la naturaleza como autoridad para justificar arreglos sociales, y no porque la biología sea irrelevante, sino porque su comprensión suele estar condicionada por nuestros contextos culturales.
Sandra Caula es filósofa, escritora y editora, con su novela Gramática sensible ganó del XXIII PAT.
Pablo Rodríguez Palenzuela es catedrático de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad Politécnica de Madrid, autor de La naturaleza del sexo.
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