Asaltantes: de la vida real a la literatura
Enrique Lihn apunta que “los bandidos -perseguidos y perseguidores- corren a campo traviesa por la literatura chilena”

“En medio de esos llanos se aposentan cierta clase de bellacos que se suelen levantar varias cuadrillas de salteadores, que se hace temible a cualesquiera pasajeros en tránsito por esas tierras, como que ha sucedido lo más de los años el despojar y aún quitar la vida a varios desdichados, y aun atreverse a entrarse en sus casas, saqueándolas, y a presencia del marido violar a la mujer o llevarle la hija, después de herirlos y dejarlos en miserable estado; y el hacendado no tener segura de esta malvada gente, sus casas, sus bienes, su persona”.
Parece un comentario periodístico contemporáneo, pero no lo es. Lo anotó un historiador para resumir lo que ocurría en el pasado en forma habitual en nuestro país. Y, ahora, lo transcribió Juan Carlos Muñoz Castro, autor de la tesis Bandolerismo y violencia política en los campos de Chile central: el caso de los bandidos de los cerrillos de Teno, 1820-1860. (Universidad de Concepción. 2021).
Añade: “El fenómeno del bandolerismo, tal como se había dado en los reinos de España, comenzó ya en el siglo XVII a ser un serio problema en las posesiones americanas”.
Se produjo entonces, según este autor, una conjunción de factores: “La formación de la sociedad rural, de la propiedad agrícola, la introducción de diversos ganados, la población dispersa y el rígido sistema de castas que se fue formando a raíz del mestizaje, propiciaron la formación de bandas de sujetos marginados del sistema colonial… Fugados de las haciendas y de la justicia, encontraron amparo en los montes y parajes desolados, dándose al pillaje, el robo de ganado, el rapto de mujeres y el asalto en caminos”.
El cronista Miguel de Olivares estimaba que, a mediados del siglo XVIII, existían en todo el reino de Chile alrededor de doce mil bandoleros. El historiador Mario Góngora acotó que, en las décadas de 1750 y 1760, abundaba la gente “ociosa” y “vagante”. Por ello, “no será exageración afirmar que la mayor parte se mantiene del hurto… y han cobrado, con el hábito que facilita los actos de su especie, tanta destreza y osadía, que se llegan a robar los rebaños enteros de ganados de lana, las engordas de cabras y las manadas de cabras y caballos; no hurtan como en otras partes para suplir la urgencia de la necesidad”. Plantea, incluso, la sensación de “una epidemia de bandolerismo rural”.
El 25 de febrero de 1672, conforme al certificado de entierro del español Luis del Valle, firmado por el cura de Chimbarongo, se anota que “no recibió los santos sacramentos, ni se confesó por haberlo muerto en la campaña salteadores”.
Entre 1755 y 1761, refiere Francisco Antonio Encina, “verdaderas bandas de salteadores sembraban el terror desde los fuertes del Bío-Bío hasta los mismos suburbios de Santiago”.
En tiempos de la Independencia
Tras la constitución de la primera Junta de Gobierno, en 1810, la situación no mejoró. A la guerra de guerrillas desatada por los patriotas, se sumaron grupos no organizados carentes de todo aliciente ideológico. El bandidaje, hasta fines de la década de 1820, se mantuvo sobre la base de grupos desligados de los protagonistas de la lucha por la independencia.

En ese período se destacan por lo menos tres nombres famosos: José Miguel Neira, líder de Los Neirinos; los hermanos Pincheira, realistas, y Vicente Benavides. Al comienzo, Benavides estuvo con los patriotas. Pero finalmente acaudilló guerrillas realistas, haciéndose conocido por su ferocidad. Lideró la Guerra a Muerte hasta su captura y ejecución en 1822.
Pero el bandidaje no terminó entonces.
En la segunda mitad del siglo XIX figuran Ciriaco Contreras y Pancho Falcato. Y, en la primera mitad del siglo XX dejaron un mal recuerdo El Huaso Raimundo y El Ñato Eloy.
En la literatura
Este legendario período desembocó, como era inevitable, en la literatura. En la introducción de sus Diez cuentos de bandidos, Enrique Lihn apunta que “los bandidos -perseguidos y perseguidores- corren a campo traviesa por la literatura chilena”.
También sostiene que los escritores no solo dejan su propio estilo en estos relatos de bandidos: también dan testimonio de su visión de los procesos históricos. Lihn cree necesario, además, “observar como la literatura se transforma (junto) con la sociedad y de qué modo, ante una misma coyuntura histórica, las tensiones dan lugar al antagonismo en el plano de la creación literaria”.
Su antología abarca desde Baldomero Lillo (Quilapán) a Guillermo Blanco (La Espera), pasando por Olegario Lazo (Complot), Rafael Maluenda (Los Dos), Fernando Santiván (El cuarto de las garras), Mariano Latorre (El aspado), Víctor Domingo Silva (Pat’e Cabra), Luis Durand (Cuesta arriba), Manuel Rojas (El bonete maulino) y Oscar Castro El último disparo del Negro Chaves).
Rafael Maluenda (uno de los primeros en obtener el Premio Nacional de Periodismo) es quizás el ‘especialista´' en esta rama de la literatura, a pesar de que la suya es una amplia obra, que incluye novelas cortas y largas y piezas teatrales. En los años 60 del siglo pasado se publicó una selección de sus Historias de Bandidos. En ella, aparte de Los Dos, cuento que seleccionó Lihn, aparece el histórico personaje Ciriaco Contreras, cuyo relato ocupa casi la mitad del volumen.
A juicio de Lihn, cada autor recoge en sus protagonistas hombres recios, condicionados por sus circunstancias (casi no hay mujeres en este recuento ni en otros parecidos). Sus creaciones están ambientadas no solo en el paisaje rural como era la tradición. También empiezan a asomar crímenes cometidos en la ciudad. Sus obras se adentran en las tensiones y dolores generados por quienes actuaban (y siguen haciéndolo) al margen de la ley. Pero, sobre todo, muestran la angustia de las víctimas que se sienten inermes.
Guillermo Blanco: suspenso intranquilizador
Probablemente quien mejor ha recogido estas sensaciones, aunque el total de su obra desborda largamente el tema de los bandidos, es Guillermo Blanco.
La Espera, una de los primeros cuentos del autor de Gracia y el Forastero, es un ejemplo trágico de la desesperación de una esposa que trata de defenderse de un asaltante y hiere a su marido y termina viéndose expuesta la muerte.
La historia culmina con un suspenso intranquilizador:
“La puerta se abrió, dejando entrever una masa de sombra más densa. Disparó. Se escuchó un murmullo quejumbroso, breve; luego el caer de un cuerpo al suelo. Luego, débilmente:—Amor . . .Arrojó el revólver y se abalanzó hacia la entrada. Tocó el cuerpo: era su marido.—¡Por Dios, qué hice!Él:—Pobre amor. Huye.Trató de acariciarle la frente, y al pasar por la piel sus dedos se encontró con la sangre, que fluía a borbotones.—Voy a curarte.El hombre no respondió.—¡Amor! ¡Amor! Silencio. Una tabla volvió a crujir. El revólver. Retrocedió para buscarlo a tientas, pero sus manos no dieron con él. La segunda silueta apareció entonces en la puerta".
Los ecos de este inquietante final resuenan hasta nuestros días en los oídos de los lectores.
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